Lunes, 24 de mayo, 2021

Rubén Figueroa, coordinador sur-sureste del Movimiento Migrante Mesoamericano, afirma que la corrupción relacionada con las pruebas de COVID-19 se ha convertido en otro factor más que incentiva a las personas migrantes de Centroamérica a cruzar fronteras de manera irregular


De Encarni Pindado & Duncan Tucker

Al llegar al Amatillo, un pueblo modesto en la frontera entre Honduras y El Salvador, varias personas se arremolinan rápidamente alrededor de los coches. Ofrecen todo tipo de servicios: vigilar el carro, limpiar los cristales, cargar las maletas, cambiar dinero, drogas, formularios migratorios, pasar por el río sin sellar migración, y un servicio nuevo: la prueba PCR negativa de COVID-19. El documento parece de lo más verídico del mercado ilícito. Incluye sello, firmas, membrete a color, y sin necesidad de meter un hisopeado hasta el fondo de las fosas nasales. Todo por un precio accesible y mucho más barato que la prueba real.

“Esto es la frontera”, dice uno de los vendedores, “aquí se consigue lo que necesites”.

Desde hace años, las personas que huyen de la violencia, represión, desigualdad económica y los efectos de la crisis climática en Centroamérica han enfrentado barreras aterradoras en su camino. Se han arriesgado a la extorsión, los secuestros y la violencia sexual, entre otros peligros, en sus intentos de llegar a un lugar seguro donde pueden reconstruir sus vidas. Ahora, en la época de COVID-19, la ruta es aún más complicada. No solo deben evitar contagiarse, sino también tienen que lidiar con los costos prohibitivos de las pruebas, y los funcionarios corruptos que les extorsionan tengan o no las pruebas, todo mientras navegan un terreno complejo donde los gobiernos están tomando medidas para dificultar la migración.

Pruebas PCR: un lucrativo negocio en la frontera

El auto de una fotoperiodista afiliada con la Alianza Movilidad Inclusiva en la Pandemia —una coalición de más de 30 organizaciones de la sociedad civil de México y Centroamérica para exigir protección para las personas migrantes en el contexto de la pandemia— se acerca al cruce fronterizo en Amatillo. Al rellenar el documento de salida y sellar el pasaporte, el auto avanza hasta el puente internacional, dejando Honduras atrás.

En mitad del puente sobre el Río Goascorán que divide ambos países, un agente fronterizo de El Salvador le hace bajar y le pregunta si lleva la prueba PCR. “Sí”, contesta la periodista y le muestra el certificado original.

“Esta no sirve”, dice el agente y se va con el papel a comprobarlo con uno de los médicos que se encuentra en el edificio migratorio. Al regresar, confirma que efectivamente la prueba no es válida, puesto que no es un “PCR en tiempo real”, sino un “PCR de antígenos”, por lo que le impide el paso y le obliga a regresar a Honduras.

A mitad del puente, se acerca al auto una persona que propone solucionar el “problema” proporcionándole una de esas copias falsas “con sello original” por 70 dólares, casi la mitad del precio de la prueba auténtica. Todo ocurre frente a las autoridades migratorias de ambos países. A ninguna parece importarle.

Una de las personas que trabaja en la línea fronteriza del Amatillo se llama Pablo. “Aquí nosotros trabajamos de lo que nos salga, ayudándole a la gente, al turista”, dice. Antes de la pandemia, Pablo conseguía suficiente dinero para mantener a su familia, pero después de que la frontera cerrara por cinco meses por el brote de COVID-19, se vio obligado a subsistir con las remesas que le mandan sus familiares que viven en Estados Unidos. Por eso ha decidido diversificar su negocio: “antes usted solo pasaba con su documento, pasaporte, célula, ahora tiene que llevar una prueba de COVID, el pasaporte, y si no lo andas, no puedes entrar a El Salvador o a Honduras”.

Pablo y sus colegas se dedican a “ayudar” a personas que no cuentan con dichos documentos. Explica que “hay unos muchachos que se encargan de hacer esos trámites, no se sabe de dónde sacan algunos documentos, y el turista pasa. No le hacen las pruebas, solo le dan el documento que usted ocupa, cuestan 20 o 30 dolores”.

Él consigue pruebas a unas seis personas al día, según dice. Pero apenas son las 8 a.m. y ya ha “ayudado” a tres personas, gracias al agente migratorio que trabaja en las oficinas y le pasa habitualmente clientes, a cambio de una colaboración monetaria. Según Pablo, aproximadamente el 20 por ciento de las personas que cruzan la frontera no llevan la prueba adecuada de COVID-19.

Juan Manuel Martínez es el médico a cargo del laboratorio El Buen Samaritano en la ciudad hondureña de Choluteca. “Aquí vienen pacientes que van tanto para El Salvador, como para Nicaragua y los que van a Guatemala. Muchas de las personas viajan por trabajo y en menor cantidad para visitar a sus familiares, que llevan sin verles muchos meses por el COVID”, dice. “Si hay personas que las han regresado de ambas fronteras de Guasave y Amatillo, y vienen aquí a hacerse la prueba, con los resultados que nosotros damos no tienen problema para cruzar la frontera”.

Según Martínez, El Buen Samaritano cobra la mitad de lo que cobran la mayoría de los laboratorios en Honduras: “nosotros velamos por el bolsillo de los que van a viajar y aquellas que quieren saber si tienen el virus o no”. Martínez desconoce que en la frontera haya personas ofreciendo certificados falsos de pruebas de PCR. “Espero que las autoridades pongan manos en el asunto porque no es correcto, engañar a la población y el riesgo de que una persona dé positiva, entre al país y contagie a la población”.

El precio para hacerse un PCR en Honduras oscila entre 125 y 145 dólares, dependiendo del tipo de prueba, equivalente aproximadamente a una o dos semanas de trabajo de salario mínimo en el país. Difícilmente alguien que migra puede permitirse un PCR para cruzar la frontera de manera regular, mucho menos si viaja con su familia.

La pandemia como herramienta de contención migratoria

Entre 1998 y 2017, Honduras fue el segundo país del mundo más afectado por desastres climáticos, según el Índice de Riesgo Climático Global 2019. Esta tendencia sigue plagando el país. En noviembre, ya en plena pandemia, Honduras fue devastada por dos tormentas tropicales consecutivas: Eta e Iota. De acuerdo con un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, las tormentas dañaron a 62.000 casas, afectando a más de 4 millones de personas y dejando a 92.000 en albergues. Tras el fuerte impacto económico de la pandemia y los daños estimados en 1.879 millones de dólares que ocasionaron Eta e Iota, la economía de Honduras decreció un 10.5% en 2020.

Para mediados de enero más de 9.000 personas, en su mayoría damnificadas de Eta e Iota, formaron la primera caravana de migrantes de 2021. Intentaron cruzar Guatemala para llegar a México y finalmente a Estados Unidos.

Guatemala es parte del Convenio Centroamericano de libre movilidad, o CA-4, un tratado que establece el libre tránsito de personas guatemaltecas, salvadoreñas, hondureñas y nicaragüenses, con solo su documento de identidad, sin necesidad de pasaporte o visado. No obstante, el presidente guatemalteco Alejandro Giammattei ha estigmatizado a las personas migrantes que intentan entrar el país, declarando en octubre pasado que “se bloqueará el ingreso de estas personas que están violentando la ley, sobre todo porque están usando niños no acompañados, están haciendo escudos humanos con mujeres y ancianos, y nos están vulnerando a nosotros los guatemaltecos”.

Frente esta situación, el Padre Mauro Verezeletti, director de la Casa del Migrante en la Ciudad de Guatemala, lamenta que “cada vez son más los países” que están impidiendo el paso de personas migrantes y refugiadas. “Están volteando sus políticas hacia el racismo, la xenofobia y la discriminación a los migrantes”.

La caravana que salió de Honduras no llegó más allá de Chiquimula, una pequeña ciudad al sureste de Guatemala. Ahí, el 17 y 18 de enero, el Ejército y la policía guatemalteca detuvieron a varias personas y utilizaron porras y gas lacrimógeno contra integrantes de la caravana. Muchas personas fueron devueltas a la frontera y la caravana se desintegró. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó el uso excesivo del uso de la fuerza por parte de la policía y el Ejército guatemalteco durante los operativos. Asimismo, urgió a los Estados de la región a “adoptar medidas para atender las problemáticas estructurales que generan los factores de desplazamiento, así como a coordinarse para garantizar eficazmente los derechos humanos de las personas que integran la caravana, especialmente los derechos a la salud y a la integridad personal, a buscar y recibir asilo, y a la no devolución”.

En México también las autoridades han tomado medidas para restringir la migración. En octubre el Instituto Nacional de Migración (INM) advirtió que personas extranjeras que ingresaran sin cumplir con las medidas de protección sanitarias para evitar contagios de COVID-19 podrían ser sancionadas con hasta 10 años de cárcel. Luego, en marzo de 2021, el gobierno anunció la instalación de nuevos filtros de inspección en la frontera con Guatemala, equipados con drones y mecanismos de visión nocturna, y la prohibición de cruces terrestres por actividades no esenciales durante al menos 30 días y autorizó el uso de la fuerza para disolver grupos no autorizados, como podría serlo una caravana. El día después del anuncio, cientos de miembros de la Guardia Nacional y el INM marcharon por las calles de Tuxtla Gutiérrez, la capital del sureño estado de Chiapas, en un inusual y simbólico desfile.

El gobierno mexicano ha desvinculado las medidas contra COVID-19 en su frontera sur de las acciones migratorias, pero ambas coincidieron con reportes de aumentos en migración desde Centroamérica y presión por parte del gobierno estadounidense para frenarla. Además, el Informe de Seguridad que el gobierno mexicano presentó el 22 de marzo, reveló que, desde el 19 de febrero de 2021, se habían desplegado 8,715 militares asignados al “Plan de Desarrollo y Migración” en las fronteras —más que el número de elementos asignados a cualquier otra actividad, incluyendo tareas de seguridad, erradicación de plantíos ilícitos y el combate al mercado ilícito de combustible.

El 29 de marzo, un soldado mexicano disparó y mató a un hombre guatemalteco en el cruce fronterizo, demostrando el riesgo de encargar funciones de seguridad civil y migratorias a militares. El Ejercito admitió que había sido “una reacción errónea por parte del personal militar, porque no hubo ninguna agresión” en su contra.

Días después, el 12 de abril, el gobierno del presidente Joe Biden anunció que había llegado a un acuerdo con México, Guatemala y Honduras para que los tres países desplegaran tropas en sus respectivas fronteras “para dificultar el viaje y el cruce de las fronteras”.

Huir en los tiempos del coronavirus

Cuando Luis Pineda salió de Nicaragua, nunca pensó en hacerse un PCR para cruzar la frontera. Como muchas personas en necesidad de refugio, metió en una mochila su identificación, algo de dinero, ropa, un cepillo de dientes, y se marchó.

Pineda cuenta que era camionero en Nicaragua, por lo que tenía amigos conductores a quienes pidió que le trasladaran hasta la frontera entre Guatemala y México. Puesto que Pineda no había sellado su pasaporte al salir de Nicaragua y no llevaba prueba de PCR, se vio obligado a contratar los servicios de un guía que le cruzara la frontera entre El Salvador y Guatemala, donde su amigo camionero le esperaba.

Caminaba por el puente cuando un policía fronterizo le paró y le preguntó por sus documentos y la prueba de COVID-19. Pineda contestó “vengo huyendo y en Nicaragua yo no puedo sacar prueba de COVID, porque eso está en manos del gobierno. Como soy perseguido político, no puedo acudir a clínicas del gobierno, por eso me tocó salir así, sin nada”.

Según el testimonio de Pineda, el policía le sugirió “arreglarlo” para permitirle continuar su camino y amenazó con deportarle. Al verse sin opciones, aceptó pagar para poder continuar su viaje. “‘Aquí somos siete, yo creo que como 250 está bueno’, dijo el agente y pues tocó darles 250 dólares, porque era eso o me regresaban”, dice Pineda.

Rubén Figueroa, coordinador sur-sureste del Movimiento Migrante Mesoamericano, afirma que la corrupción relacionada con las pruebas de COVID-19 se ha convertido en otro factor más que incentiva a las personas migrantes de Centroamérica a cruzar fronteras de manera irregular.

“Estas personas son víctimas de las autoridades corruptas por el hecho de ser migrantes”, dice Figueroa. “La emergencia sanitaria del COVID-19 se ha convertido [en] un arma en las manos de las autoridades para reprimir, detener y deportar a las personas migrantes, y para las autoridades corruptas, que siempre han estado ahí, extorsionando y traficando migrantes. La pandemia es una oportunidad más para aumentar la ‘cuota’, que bajo amenazas exigen a los migrantes para poder continuar su viaje”.

En el caso de Pineda, una vez que había pagado a los agentes, cruzó el puente según sus indicaciones y llegó a Guatemala. Se fue al parqueadero y se puso a comer mientras esperaba que su amigo sellara su pasaporte. “Cuando llegaron los agentes de migración y me vieron comiendo, empezaron a preguntarme que qué camión traía yo, y les dije que yo era perseguido político e igual me pidieron el sello del pasaporte y la prueba del COVID”, dice Pineda. “Pero bueno, ahí fueron un poco más conscientes y me quitaron 150 dólares, para alivianarles para la gaseosa”.

Encarni Pindado es fotoperiodista independiente. Duncan Tucker es jefe de prensa para las Américas de Amnistía Internacional. Este reportaje fue producido en colaboración con la Alianza Movilidad Inclusiva en la Pandemia, una iniciativa liderada por Amnistía Internacional, el Grupo de Monitoreo Independiente de El Salvador y el Instituto para las Mujeres en la Migración, en la que participan más de 30 organizaciones de la sociedad civil de México y Centroamérica. La Alianza tiene como objetivo exigir protección para las personas migrantes en el contexto de la pandemia.