Viernes, 07 de septiembre, 2018
Moncada , Alicia

Graves acusaciones se generaron desde el gobierno venezolano contra la defensora indígena de derechos humanos y medioambiente Lisa Henrito, cuya única lucha es la protección del territorio ancestral del pueblo pemón frente a los impactos socio-ambientales del megaproyecto extractivista del Arco Minero del Orinoco. Lisa entra en la lista de personas criminalizadas por estar en la línea del frente en la batalla contra la explotación insustentable.


“¿Quién es esta señora llamada Lisa Lynn Henrito? ¿Qué es lo que está detrás de todo esto? Un movimiento secesionista. Los pemones dicen que existían mucho antes de Venezuela y ahora están reclamando el amazonas venezolano” declaró el 23 de julio un alto funcionario militar, invitado a un programa transmitido por la televisora nacional venezolana.  

La persona a la que se refiere es Lisa Henrito, defensora indígena que se opone a la explotación de los recursos minerales en el territorio tradicional del pueblo pemón, lugar amenazado por el Arco Minero del Orinoco que arriesga la vida de todos los seres que habitan la amazonía venezolana.

Datos e información personal de la activista se expusieron ante cientos de televidentes. Su nombre fue repetido junto a las graves acusaciones de “traición a la patria” y “secesión”.

Sin bien este tipo de acusaciones –históricamente- se han instrumentalizado para perseguir a la disidencia política, es la primera vez que en Venezuela se utilizan públicamente y con tanto ensañamiento contra una defensora indígena.

La estigmatización del activismo de Lisa nos exige preguntarnos: ¿son las y los indígenas que apuestan a la protección de la naturaleza enemigos del gobierno venezolano aunado a la élite económica mundial y sus proyectos extractivistas?

Oponerse a la economía depredativa como traición a la Patria

En Venezuela, la traición a la patria es un delito grave que se encuentra tipificado y sancionado en el Código Penal, cuya pena se remonta a 30 años de cárcel, por conspirar contra la integridad del territorio de la nación o sus instituciones republicanas, previo acuerdo con país o República extranjera, enemigos exteriores, grupos o asociaciones terroristas, paramilitares, insurgentes o subversivos.

Este tipo de señalamientos, aunados a detenciones arbitrarias por motivos políticos,  pululan en Venezuela, careciendo -con generalidad- de bases legales. Representan un uso parcializado del derecho penal para detener y condenar a personas disidentes, críticas a las políticas y acciones estatales.

Tal situación es corroborada en informes de Amnistía Internacional y de organizaciones de la sociedad civil venezolana, que han detectado indicadores que muestran la motivación política detrás de la criminalización de quienes ejercen el derecho a la participación y la asociación política.

La estrategia es callar a toda forma de disidencia, que con mucha frecuencia es únicamente asociada con personas que se dedican al activismo en derechos humanos en la sociedad civil  o en espacios de acción política partidista.

Sin embargo, en Venezuela las y los defensores de derechos ambientales y, de organizaciones de base campesinas e indígenas también son criminalizados sin que esto tenga mayor repercusión en la opinión pública.  

El escueto interés radica -en parte- porque se oponen a modelos económicos dependientes de la renta extractiva que vulnera derechos humanos, en la que se desdibujan las ideologías y cuyo objetivo es ganar la carrera por expoliar las últimas fronteras de recursos biológicos y minerales estratégicos, lugares que con mucha frecuencia son los territorios tradicionales de los pueblos indígenas.

Esta tendencia desarrollista, que comparten la gran mayoría de los actores políticos mundiales, sostiene que la naturaleza es un bien nacional cuya explotación puede redundar en bienestar social y generar un impacto macroeconómico positivo para los países.

Pero en contraste hay miles de personas afectadas por  las consecuencias irreversibles de los desastres socioambientales que la acumulación sin medida de  commodities deja a su paso, siendo una realidad innegable que más que un bienestar nacional se tributa al enriquecimiento del poder económico extractivo trasnacional.

Venezuela, un Estado absolutamente dependiente de la renta de la explotación de la naturaleza, se propone ejecutar el megaproyecto del Arco Minero del Orinoco atentando contra el derecho a la vida, no solo de pueblos indígenas sino de todos los demás seres que allí habitan. El megaproyecto también contribuye a la destrucción de territorios que resultan de extrema importancia para la mitigación del calentamiento global que afecta a todo el planeta.

El desarrollo del Arco Minero ha vulnerado derechos indígenas como la consulta previa informada y procedimientos de evaluación de impacto socioambiental,  tal como fue admitido por el Estado venezolano en el 159avo período de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el año 2016.

De igual forma, las deudas estatales en relación a los derechos territoriales de los pueblos indígenas, que -hasta ahora- carecen de títulos colectivos, les colocan en un estado de indefensión frente a la expoliación del megaproyecto.

Frente a este panorama, activistas como Lisa Henrito reclaman que la negativa estatal a brindar condiciones para el ejercicio efectivo de los derechos indígenas, es parte de la consolidación de una economía depredativa insostenible que nos está condenando a atestiguar la destrucción de la cuenca amazónica.

Se incrementa el problema cuando también encontramos que acusaciones como la traición a la patria, dirigidas contra Lisa y activistas con luchas similares, responden a los  resabios  de una concepción del Estado monoétnico y monocultural -especialmente arraigada en el sector militar- que desconoce y peyorativiza a las diferencias étnicas y culturales  que conforman a las naciones.

Dentro de esta visión castrense del Estado, la territorialidad e identidades indígenas son interpretadas como un problema de seguridad que trasgrede la integridad del territorio nacional. En especial son vistos como agentes de conspiración secesionista cuando reclaman derechos territoriales, que debemos recordar son derechos originarios frente a una historia de despojo y desplazamiento forzado.

Es por ello que la tensión entre la visión estatal-militar de la territorialidad y del uso de la naturaleza como “recursos de la nación” y el derecho indígena a la autonomía con una economía sustentable es la fuente de las acusaciones que hoy estigmatizan al activismo medioambiental en Venezuela y el mundo.

Cuando la defensa de la vida te pone en riesgo

Lo que ha ocurrido con Lisa Henrito nos muestra la desprotección de quienes están en la línea del frente por los derechos humanos y la naturaleza. Además es un indicador del predominio de los intereses de las élites económicas  y cómo les coadyuvan los gobiernos -junto al poder militar- al no generan condiciones para el trabajo de las y los defensores.

Aunque la mayor parte de los países de la región, entre los que se cuenta Venezuela, han firmado y ratificado la Declaración de la ONU sobre los Defensores de los Derechos Humanos, la carencia de acciones efectivas estatales en esta materia expone cuán incómodo es el activismo por la defensa de la naturaleza.

Por lo mismo, no es casual que algunos Estados desdeñen la figura de defensores o promuevan la creación de tipos legales que les criminalizan, como es el caso de la lucha del pueblo mapuche en Chile contra la Ley 18.314, mejor conocida como la ley antiterrorista.

Instrumentos internacionales vinculantes como el Acuerdo de Escazú, en los que los Estados adquieren compromisos legales, podrían contribuir a reducir riesgos para el activismo en contextos tan complejos como los que padecemos en Latinoamérica, lugar que en el 2017 concentró el 60% de los asesinatos de defensores y defensoras medioambientales.

Acuerdos como el de Escazú podrían sentar las bases para la justicia ambiental y proporciona herramientas necesarias para la defensa de grupos humanos, como los pueblos indígenas, que dependen enteramente del equilibrio de los componentes y ciclos de la naturaleza, fenómenos que nunca podrán ser reemplazados en su totalidad por la invención humana. Personas vulneradas mundialmente que -además- deben vivir en la cotidianidad el racismo, aunado a la discriminación de género y barreras para el crecimiento de sus potencialidades.

Al ser una medida regional, el Acuerdo de Escazú establece la responsabilidad de los Estados en la protección de las y los defensores medioambientales. Esto implica la creación de políticas para los sujetos colectivos que se mueven por la justicia  humana y de los demás seres que habitan el planeta.

Las deudas de los Estados para con las y los defensores medioambientales son múltiples y es su deber establecer mecanismos efectivos que provean condiciones para que las y los defensores efectúen sus labores libremente, así como monitorear y atender inmediatamente las agresiones que sufren en el activismo. Todo a fines de que el vil asesinato de Berta Cáceres, las amenazas y agresiones que reciben defensoras indígenas como Amada Martínez (Paraguay), Máxima Acuña (Perú) y, ahora, Lisa Henrito en Venezuela sean parte del pasado.

Sin embargo, para las y los activistas de derechos humanos también hay tareas, pues de la defensa del medioambiente depende enteramente el disfrute de los derechos que reivindican.

Ya que la dependencia humana de la naturaleza es perenne y no al contrario, se hace necesario asumir con profunda humildad, tal como establece la Carta de la tierra (2000), el lugar de los seres humanos en la naturaleza, siendo imperativo un compromiso global con el valor de la vida.