Miércoles, 10 de marzo, 2021
Montiel Mogollon, Moises Augusto

La confluencia del éxodo de venezolanos en las Américas, los años electorales de algunos de los países de acogida, y la ocurrencia de la pandemia global han creado dificultades para aquellos que buscan protección internacional y, a su vez, para los países que deberían recibirles. Sin embargo, preocupa la creciente hostilidad discursiva y de medidas que algunos gobiernos de la región han ido adoptando.

El discurso público ha gravitado en torno de la idea de solidaridad, humanidad, y de una supuesta 'gratitud' histórica debida a estas personas que huyen. El resultado de ese enfoque ha sido poco o ninguno, y definitivamente no ayuda a la causa de la migración. Esta opinión sugiere un replanteamiento de la discusión: hablemos de los deberes internacionales derivados de tratados y obligaciones internacionales que los países de la región han contraído y que ahora deben honrar, así como las consecuencias de no hacerlo.


En tiempos como los actuales, la decisión de abrir las puertas a las personas que huyen de sus países de origen para poder garantizar su vida, integridad, y el disfrute de sus derechos no es una sencilla. La propia idea del Estado parte precisamente de la necesidad de anteponer el ‘nosotros’ al ‘ellos’ a la hora de asegurar la supervivencia. A la dificultad de acoger y permitir la asimilación de extranjeros -que no es tarea pequeña- habrá de sumársele la situación de pandemia actual que mantiene a buena parte del nuestro país encerrado en sus casas y temiendo la infección; hay demasiados contagios, insuficientes camas, y aún menos vacunas.

En este contexto, el migrante plantea una dificultad adicional, en esa ‘otredad’ que se desconoce por ser ajena, yace la amenaza de que quien pide protección sea un vector de contagio, un posible delincuente, o una carga para la hacienda nacional. De nuevo, en tiempos como estos, el ‘otro’, el que ‘no es de los nuestros’ amenaza con depredar los ya de por si escasos recursos que cada país tiene para hacer frente a esta coyuntura complicada y multidimensional.”

Lo anterior, es una versión edulcorada del discurso, a veces etnocéntrico, a veces nacionalista extremo, a veces anti-inmigración y casi siempre electorero o con fines políticos que se ha escuchado en los últimos meses en las Américas, especialmente con ocasión del éxodo masivo de venezolanos cuya única culpa es querer huir de la venganza a la que llaman país. Para políticos carentes de sustancia o cuya popularidad se precipita, el enemigo externo común es una tentación irresistible.

El siglo XX debería ser el mejor tutor de lo pernicioso de los discursos que buscan demonizar al extranjero, sobretodo al que se desprecia por su origen nacional. La lección, al menos en la América del Sur parece haber sido desoída por la mayoría de Estados.

El reclamo de los venezolanos migrantes, emocional y rebosante en pathos, es histórico. Se escucha quienes lamentan que a los hijos de la cuna de la libertad de la mayor parte de América del Sur no les reciban las deudoras del esfuerzo emancipador de Bolívar. También, otros optan por recordar que cuando las dictaduras militaristas del siglo pasado, Venezuela estuvo allí con brazos abiertos para recibir a quienes solo buscaban poder vivir, o a las víctimas del terrorismo, de las guerrillas, de las persecuciones políticas. Fue un país donde cupo todo el mundo.

Este reclamo poco aporta y no llega a los oídos de los criticados, ni de aquellos que informan el discurso público en los países -que deberían ser- de acogida. Cuando el candidato o líder de preferencia habla de ‘criminalidad venezolana’ para confundir al gobernado y hacerlo hostil al migrante, no sólo no le importa esa ingratitud histórica sino que se vale de la presa más fácil para cohesionar al electorado alrededor de su posición.

No hay que reclamar entonces el favor debido. No se debe ningún favor. Bolívar liberó parte de la América del Sur sin que le fuera (mayormente) pedido; lo hizo porque quiso y pudo. Venezuela no fue un país de puertas abiertas porque adorara la migración, sino porque requería inversión, mano de obra, y sobretodo gente para poblar su territorio más allá de la costa.

¿Qué es, entonces, lo que sí se debe reclamar de las repúblicas americanas?. ¿Solidaridad?, ¿un mínimo de humanidad?, ¿el sentimiento panamericano?

No ha sido, hasta ahora, un argumento persuasivo, ni un motivador efectivo.

El recordatorio ha de ser sobre sus responsabilidades y deberes. Sobre el valor de la palabra empeñada y rehuida. Habrá de recordárseles que violan, sin razón justificable, necesidad real, o proporción alguna sus obligaciones en materia de derecho internacional, derechos humanos, refugio, y asilo. Y no sólo recordárselos, sino hacer caer sobre ellos todo el peso de la institucionalidad regional y global al máximo de lo que alcance.

Déjese de lado la inhumanidad de militarizar pasos fronterizos para impedir la migración, o de hacer deportaciones en masa de personas sin permitirles si quiera solicitar refugio, o el discurso xenofóbico y de odio que sufren estas masas migrantes. Pensemos, en cambio, en la profunda ilegalidad e inconvencionalidad de estos actos.

Piénsese, por ejemplo, que el artículo XXVII de la Declaración Americana sobre los Deberes y Derechos del Hombre - que debería llamarse Declaración Americana sobre los Deberes y Derechos Humanos - reconoce el derecho a solicitar asilo, y que esta obligación forma parte del derecho internacional consuetudinario además de estar recogida en diversos tratados regionales y universales, de los cuales forman parte estos Estados. 

Recuérdese, también, que el artículo 13(5) de la Convención Americana sobre Derechos Humanos prohíbe toda forma de discurso de odio, la apología del odio, y las incitaciones a la violencia en contra de cualquier persona o grupo de ellas en razón de su origen nacional. Tildar de criminal al migrante, solo por su origen nacional, es un caso de libro texto de discurso xenófobo.

Nótese, que tal como lo observó la Corte IDH en el caso Familia Pacheco Tineo v. Bolivia, el principio de no devolución o non refoulement se beneficia de una protección más amplia en el contexto interamericano que en el global y que constituye una norma consuetudinaria internacional. En esa misma sentencia, observó la máxima instancia continental que no podrá oponerse a este deber el ingreso irregular o la condición migratoria. Un migrante -que en principio debe presumirse que busca refugio o asilo por las características propias de su periplo- tiene derecho a no ser rechazado en la frontera o expulsado sin un análisis adecuado e individualizado de su petición; los Estados tienen el deber de garantizar y proteger el derecho a la solicitud de protección internacional.

Considérese, que en el caso Wong Ho Wing v. Perú, la propia Corte Interamericana ha señalado que las obligaciones de respetar y hacer respetar las normas de protección de derechos humanos se benefician del carácter erga omnes. Esto quiere decir que cualquier persona o Estado tiene la capacidad de demandar judicialmente (ante las diversas instancias que para ello existen nacional e internacionalmente) el cumplimiento de estas normas y la reparación por su violación.

Donde apelar a la humanidad ha fallado, será propio poner en aviso a esos Estados que deliberadamente incumplen con sus obligaciones internacionales, que estos migrantes no están solos. Les asiste el imperio de la ley y la convencionalidad. Por forajidas que puedan llegar a ser las conductas que pretenden negarles -por motivaciones politiqueras e infundadas- el derecho a una vida digna y plena en su disfrute de los derechos, siempre será el derecho la espada que arrincona a la barbarie.

Será propio también decir que a estos migrantes, a quienes les ampara el derecho a solicitar protección internacional, no les asiste solamente el derecho; sino también sus operarios. Legiones de abogados y activistas, listos para exigir la condenatoria en responsabilidad y a reparación de cada una de estas almas que pretendan fracturar. 

La próxima vez que piensen en militarizar una frontera, abandonar a los caprichos del mar a quienes se embarcan en pos de un mejor mañana, o hacer expulsiones masivas sin miramiento a las obligaciones que nos gobiernan como región, recuerden eso.

No es una amenaza; es una promesa. Una promesa de hacer cumplir el derecho, si no es el doméstico de cada uno de esos países, será el internacional e interamericano que compartimos.

Foto: Acnur