Martes, 21 de junio, 2016

“Dime, ¿a cuánto le han condenado?” Un tribunal militar en El Cairo juzgaba a su hijo, Mohammed Fawzi de veintitrés años, ingeniero eléctrico, y a otros dieciocho civiles, por pertenencia a banda armada, posesión de armas y conspiración para asesinar a militares.


Por Rocío Lardinois, estructura de trabajo sobre Norte de África de AI España

“Dime, ¿a cuánto le han condenado?” Un tribunal militar en El Cairo juzgaba a su hijo, Mohammed Fawzi de veintitrés años, ingeniero eléctrico, y a otros dieciocho civiles, por pertenencia a banda armada, posesión de armas y conspiración para asesinar a militares.

“Recemos”, respondió el hombre, que se había hecho viejo de golpe. “¿A diez años?”, preguntó ella. El hombre desvió la mirada. “Recemos”, repitió. “Entonces, ha sido cadena perpetua”. “Reza conmigo”, insistió. Ella no había asistido al juicio; no había visto a su hijo enjaulado junto a los demás acusados, tranquilo, mientras el fiscal militar le acusaba de “fabricar los circuitos eléctricos de artefactos explosivos y planear atentados contra centrales eléctricas y dependencias militares”. Nada de eso tenía que ver con su hijo, pensaba ella. Su marido siempre llamaba para contarle las novedades de la vista. Ese día se dictaba sentencia y no había llamado. Había dejado el teléfono apagado y ella tenía la certeza de una mala noticia. “¿Pena de muerte?”, preguntó. El padre de Mohammed sólo acertó a contestar: “reza conmigo”.

A principios de febrero, el tribunal militar transfirió el caso de Mohammed Fawzi y de otras siete personas al Gran Muftí, la autoridad religiosa, que en Egipto debe pronunciarse sobre toda condena a muerte, antes de que el tribunal confirme la sentencia, aunque su opinión no es vinculante. El 29 de mayo, el tribunal militar emitió el veredicto final, después de que la vista lleve ya varios aplazamientos. Las acusaciones se basaron en confesiones obtenidas bajo tortura y en los informes de un investigador militar, que en el juicio respondía a todas las preguntas con un “no sé” o un “no me acuerdo”. El padre de Mohammed pensó entonces que todo iba por buen camino. Desde octubre de 2014, en Egipto, tribunales militares han juzgado a miles de civiles en procesos injustos, sin garantías.

Cuando registraron la vivienda, no encontraron ningún indicio de aquellos circuitos eléctricos que Mohammed supuestamente fabricó. No hallaron ni armas de fuego, ni material explosivo, ni información militar clasificada, nada que probara un complot. Como a los demás, se le acusó de “conspirar para atentar” pero no se le imputó ningún atentado. En definitiva, no comparecían ante un tribunal militar por haber volado centrales eléctricas o haber asesinado a algún militar, pues sólo se les acusaba de “pretender hacerlo”. Ocho hombres pueden ser ejecutados, sin prueba alguna, por una una supuesta intención. “Pretendían atemorizar a los ciudadanos”; “proyectaban atentar contra el ejército”, sostiene el fiscal militar.

Como otras familias, los padres de Mohammed Fawzi supieron que estaba detenido por la televisión. Le habían buscado por las comisarías de El Cairo. Presentaron una denuncia de desaparición ante el Fiscal General. La Inteligencia Militar fue el único lugar donde no se les ocurrió buscarlo.

El 10 de julio de 2015, la televisión anunciaba el desmantelamiento de una peligrosa célula terrorista dirigida por los Hermanos Musulmanes desde Turquía. Con el pelo revuelto y la mirada perdida, unos chicos jóvenes repetían ante la cámara una lección aprendida. “Compré armas para cometer atentados”. “El objetivo era atentar contra centrales eléctricas”. “Debía seguir a oficiales del ejército”. “Iban a llevarnos a un campo de entrenamiento en Turquía”. La cámara enfocaba lentamente un arsenal y bidones de productos químicos. Una voz desgranaba ceremoniosamente los nombres de “los terroristas que se disponían a atentar contra militares y a aterrorizar a los ciudadanos”. Mohammed Fawzi era uno de ellos.

Entre el 28 de mayo y el 7 de junio de 2015, diecinueve jóvenes fueron detenidos arbitrariamente, en lugares públicos, y acabaron recluidos en dependencias militares. No eran más que ciudadanos corrientes, arrancados brutalmente de sus familias y de su vida cotidiana sin razón aparente. Según contaron a sus familias y a sus abogados, los colgaban con las manos atadas a la espalda, hasta que el dolor en las articulaciones les hacía aullar. Les privaron de alimento y agua durante días, con los ojos vendados, sin distinguir la noche del día. Los azotaron con trapos ardiendo. Les aplicaron descargas eléctricas en los genitales. Apagaron cigarrillos en sus cuerpos. Todo eso y mucho más contaron. Aseguraron que les habían amenazado de muerte y presionado, diciendo que detendrían a sus familiares si no confesaban. Se necesitaron entre 15 y 44 días de torturas para que admitieran un delito para el que no había ni pruebas, ni testigos, ni víctimas.

Llegaron a la cárcel de Tora, exhaustos y derrumbados. Las familias contaron a Amnistía Internacional que, en la primera visita en prisión, tenían heridas y quemaduras en el cuerpo. Aunque denunciaron torturas, el tribunal militar aceptó sus confesiones y se negó a ordenar un examen forense y una investigación exhaustiva e imparcial. Ningún tribunal debería admitir la confesión de unos jóvenes que estuvieron desaparecidos, retenidos en secreto en instalaciones militares, interrogados sin la presencia de un abogado y que denuncian torturas. Ya, pero éste no es un juicio justo.

En el Cairo, un tribunal militar juzga a diecinueve ciudadanos corrientes. Ocho jóvenes podrían ser ahorcados tras un juicio repleto de irregularidades. Se llaman Mohammed Fawzi, Ahmed Ghazali, Ahmed Mustafa, Reda Ma’tamad, Mahmoud al-Sharif, Abdul Basir Abdul Rauf, Abdullah Noureddin y Ahmed Abdul Baset. Amnistía Internacional hará campaña contra la ejecución.