Lunes, 02 de octubre, 2017

El 25 de agosto, las fuerzas de seguridad de Myanmar, cuyo comandante en jefe es el general Min Aung Hlaing, emprendieron una campaña de violencia de una escala y brutalidad sin precedentes contra los rohingyas.


La respuesta que dio este jueves el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a la campaña de limpieza étnica contra la población rohingya en Myanmar lamentablemente no estuvo a la altura de lo que se necesita. En vez de un embargo integral de armas que podría haber contribuido a presionar al ejército de Myanmar para que pusiera fin al ataque que ha causado más de un millón de personas refugiadas en el lapso de un mes, la sesión en Nueva York generó poco más que lugares comunes.

No será suficiente para proteger a los rohingyas.

El 25 de agosto, las fuerzas de seguridad de Myanmar, cuyo comandante en jefe es el general Min Aung Hlaing, emprendieron una campaña de violencia de una escala y brutalidad sin precedentes contra los rohingyas.

Lo que se ha descrito como una respuesta a los ataques coordinados del grupo armado Ejército de Salvación Rohingya de Arakán contra la policía y puestos del ejército ha sido en realidad una campaña de tierra quemada en gran escala diseñada para expulsar a los rohingyas de sus hogares y del país.

Una población traumatizada, de aproximadamente el tamaño de la de Liverpool, llegó, aparentemente de la noche a la mañana, hasta las colinas fangosas del sur de Bangladesh, lo que ha convertido el calvario de los rohingyas en una emergencia humanitaria y de derechos humanos internacional.

Los rohingyas, una población mayoritariamente musulmana que vive principalmente en el estado de Rajine, en el oeste de Myanmar, deberían haber ocupado un lugar en la agenda internacional mucho antes de que ardieran sus pueblos y campamentos. Privados de ciudadanía, discriminados sistemáticamente, segregados de manera efectiva de la mayoría de la población de etnia rajine y regularmente objeto de episodios de violencia, muchos temían desde hace largo tiempo una catástrofe como la que ahora se está produciendo.

Hace casi un año, Amnistía Internacional documentó las terribles violaciones de derechos humanos perpetradas por el ejército contra los rohingyas y creemos que constituyeron crímenes de lesa humanidad. No deberían haber sido necesarias más muertes ni desplazamientos para que la comunidad internacional se diese cuenta. Anoche, los líderes mundiales tuvieron la oportunidad de actuar y la volvieron desperdiciar.

La pesadilla de los rohingyas dista mucho de haber terminado. Aterrorizados y exhaustos, los que permanecen en el estado de Rajine se están quedando rápidamente sin alimentos porque las autoridades de Myanmar están impidiendo activamente que les llegue ayuda humanitaria. Videos e imágenes de satélite analizados por Amnistía Internacional en fechas tan recientes como la semana pasada muestran pueblos rohingyas —algunos de ellos abandonados desde hace tiempo— que siguen ardiendo.

No satisfechas con expulsar del país a más de la mitad de la población rohingya y llenar su trayecto de minas terrestres, las fuerzas de seguridad parecen decididas a asegurarse de que jamás puedan regresar a sus casas. El ejército siempre ha insistido en que Myanmar no es hogar de rohingyas; ahora están cumpliendo su propia profecía con cada casa y mezquita que arrasan. En muchos de sus antiguos barrios, los rohingyas sencillamente ya no existen.

No podría haber más en juego en la sesión de la ONU. Un ataque sistemático contra la población como el que hemos visto en Myanmar constituye un crimen de lesa humanidad y, sin embargo, el órgano de máximo poder de la humanidad ha optado por la inacción. Un Consejo de Seguridad que no puede detener una limpieza étnica no sirve a su propósito.

Hemos escuchado declaraciones de indignación en la sala, pero ninguna declaración conjunta al final de la reunión que transmita un mensaje contundente a las autoridades de Myanmar para que detengan las violaciones de derechos humanos.

A falta de un embargo integral de la ONU, ahora son los gobiernos los que deben adoptar sus propias medidas para presionar al ejército de Myanmar. Cualquier gobierno preocupado por los horrores que se producen en el estado de Rajine debería paralizar inmediatamente toda transferencia de armas, formación y cooperación militar con Myanmar.

En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas este mes, Theresa May anunció que Reino Unido iba a hacer exactamente eso, y ahora otros países deben seguir su ejemplo.

La UE, que actualmente mantiene un embargo de armas a Myanmar, debe ahora ampliarlo para incluir cualquier tipo de asistencia militar. Aunque es comprensible el interés en la evidente caída del pedestal de Aung San Suu Kyi, es importante que ese hecho no desvíe la atención de los que tienen poder real sobre el ejército. Los líderes del ejército de Myanmar, en particular su comandante en jefe, el general Min Aung Hlaing, deben ser el principal objetivo de esos esfuerzos internacionales.

Como país encargado de la agenda sobre Myanmar en el Consejo de Seguridad, Reino Unido debe desempeñar un papel destacado a la hora de detener esos crímenes y violaciones de derechos humanos. Hacer pública la sesión del jueves fue un paso positivo y ahora debe mantener la presión.

Al igual que el crucial embargo de armas, el Consejo de Seguridad debe hacer uso de su poder para presionar a Myanmar para que ponga fin a todas las violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad y permita acceder sin restricciones al estado de Rajine a las organizaciones humanitarias, la ONU, periodistas independientes y observadores de la situación de los derechos humanos, a fin de que este tipo de atrocidades no se oculten bajo la alfombra. Todas las personas rohingyas que quieran regresar a sus hogares deben poder hacerlo de manera segura y con dignidad, y el gobierno debe ayudar a restablecer las infraestructuras y reconstruir las casas.

Las palabras por sí solas no podrán proteger a los rohingyas, sobre todo cuando siguen llegando armas a quienes los persiguen. Esta semana, los líderes mundiales no han empleado las herramientas diplomáticas de las que disponen para detener una campaña de limpieza étnica.

Para garantizar que no tengan éxito aquellos que quieren limpiar Myanmar de rohingyas, la comunidad internacional debe emitir un mensaje inequívoco. Ante la destrucción masiva, la matanza y el desplazamiento forzado de cientos de miles de personas, la pasividad no es una opción.

Por Kate Allen, directora de Amnistía Internacional Reino Unido

Publicado en the Telegraph.

Foto: ShutterStock/Drop of Light