Jueves, 18 de enero, 2018

La crisis de refugiados en Centroamérica se manifiesta en innumerables viajes sin fin como el de Cristel: cinco pasos adelante, diez pasos atrás. Otras personas hacen el mismo viaje decenas de veces. Son deportadas y lo vuelven a intentar, empujadas por la desesperación


Cristel*, de 25 años, pensó que había llegado al punto más bajo de su vida cuando despertó una mañana de abril de 2017, tendida en el suelo de un cuarto helado de dos metros cuadrados, con ropa que apestaba por la falta de lavado, con el estómago revuelto debido a una dieta que consistía en tres burritos al día y con los ojos doloridos, desesperada por volver a ver la luz natural y respirar aire puro, sin la posibilidad de hablar con nadie y sin saber qué le deparaba el futuro.

Ocho días antes, Cristel había sido detenida por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos tan pronto como cruzó la frontera en Tijuana y solicitó asilo en Estados Unidos, ya que su vida corría peligro en El Salvador, su país natal.

Cristel fue trasladada al Centro de Detención de Otay Mesa, en San Diego, California. Fue recluida en régimen de aislamiento. No le dieron ninguna explicación.

Aquella mañana fría casi olvidó la violencia extrema que se había apoderado de su vida en El Salvador:

Las amenazas de muerte aparentemente sin fin, que le impedían pegar ojo por la noche; las extorsiones imposibles de pagar, que la dejaban sin dinero para comprar comida; el disparo que había matado a su novio tan sólo unos meses antes. Por todas estas razones, sabía que quedarse en El Salvador era un suicidio.

Pensó que había llegado al final; que, tras cinco años viajando, no quedaban opciones para ella, que no había otro lugar adonde escapar. No podía soportar la idea de verse obligada a regresar a El Salvador, a la vida que tanto temía.

Nos reunimos con Cristel unas seis veces en un periodo de un año y medio. Primero, en su El Salvador natal; luego, en México y en varios puntos intermedios. Cada vez que la veíamos, su historia se había vuelto más inquietante, a tal punto que comenzamos a preguntarnos cómo una persona podía soportar tanta violencia e incertidumbre.

El miedo, el agotamiento y la frustración se manifiestan de muchas maneras. Hay cambios físicos, como la pérdida de peso y las ojeras; signos que, en el caso de Cristel, empeoraban progresivamente cada vez que nos veíamos. Los estallidos de llanto, que parecían incontenibles, resultaban más impredecibles en cada conversación. A menudo, las semanas de silencio y los mensajes de WhatsApp sin contestar nos hacían temer que le hubiera pasado algo, que la hubieran matado. Había preguntas abiertas cada vez que hablábamos: “¿Qué va a pasar conmigo?” era la más recurrente.

La vida en la capital del asesinato

Hay una sensación peculiar que te invade al recorrer las calles de San Salvador, la capital de El Salvador. Pese a tener una de las tasas de asesinatos más altas del mundo —según cifras oficiales, 81,2 por cada 100.000 habitantes en 2016, muy por encima del promedio mundial— la violencia queda, de alguna manera, oculta bajo el bullicio propio de una metrópolis centroamericana.

“Un minuto está tranquilo y luego matan a gente en tu cara. Así funciona”, me dijo una vez un taxista.

Cada barrio está controlado por una banda de delincuentes, conocida como “mara” en la región. Una forma en que controlan a la población es a través de la extorsión: fuertes “impuestos” que obligan a pagar a personas y empresas. No cumplir con un pago puede ser una sentencia de muerte.

Conocimos a Cristel en marzo de 2016.

Llegar en automóvil a su casa, en una de las zonas más violentas de la ciudad, requirió cierta planificación. Primero tuvimos que encontrar a alguien que aceptara conducir hasta allí; luego, acordar por adelantado un plan de emergencia por si era necesario escapar.

Al encuentro acudimos dos personas, periodista y fotógrafo, con las ventanillas del automóvil bajadas en todo momento. Los miembros de las maras locales quieren ver exactamente quién entra y sale de su área, y no les gustan los forasteros.

El conductor nos esperó frente a la puerta con el motor encendido. No tuvimos más de 30 minutos.

Cristel nos recibió en su hogar con una amplia sonrisa. Se había mudado recientemente con su novio Daniel* a una habitación pequeña pero acogedora y colorida en el frente de una casa antigua. En un rincón estaban los enseres de Cristel: una colección de brochas, horquillas y esmaltes de uñas. La pareja se sentía feliz, a pesar de dormir prácticamente en la entrada y el pasillo que usaban todos los habitantes de la casa.

Y esa no era la única dificultad que enfrentaban.

Aunque Cristel ganaba 5 dólares estadounidenses por día en el salón de belleza donde trabajaba, la mara la había estado obligando a pagar 35 dólares por semana.

“¿Cómo se supone que voy a pagar tanto dinero?”, nos preguntó. “He visto a personas siendo asesinadas en frente mío cuando no pagaron la extorsión. No podemos ni denunciar a la policía porque están trabajando con las maras. Vivir en El Salvador es una tortura”.

Pero la vida no siempre fue una tortura.

Cristel tuvo una infancia feliz en San Salvador. Siempre supo que era mujer. Cuando terminó la escuela secundaria, decidió que usar la ropa con la que se sentía cómoda no era suficiente. Se dejó crecer el cabello, tomó hormonas, comenzó a usar maquillaje y se cambió el nombre. Cuenta que su familia siempre la apoyó.

Pero vivir como mujer trans en El Salvador no fue fácil. Las maras son organizaciones profundamente misóginas. En ellas, atacar a una mujer trans a menudo es visto como una insignia de honor.

La organización de la sociedad civil COMCAVIS TRANS registró 28 ataques graves contra personas trans en El Salvador entre enero y septiembre de 2017, la mayoría de ellos, homicidios.

Cuando el miembro de una mara local que había intentado convencer a Cristel de salir con él se dio cuenta de que era una mujer trans, unos años antes de que la conociéramos, la situación se tornó peligrosa. Cristel se enfrentó a intimidaciones y amenazas, seguidas de extorsiones y ataques. Finalmente, le dieron 24 horas para abandonar el país.

“Me dijo que si no me iba del lugar [...], me iba a matar. Sólo me dio chance para agarrar dos mudadas y empezar un viaje a lo desconocido. Me tuve que ir sólo por el hecho de ser transexual”, dice Cristel.

Los peligros de la huida

Cuando la conocimos, Cristel ya se había ido de El Salvador dos veces.

La primera vez fue en 2014. Logró llegar a Estados Unidos, pero regresó cuando su madre cayó gravemente enferma. La amiga con la que viajó ahora vive en Estados Unidos.

El viaje hasta allí resultó más traumático de lo que podría haber imaginado.

Junto a una amiga que también estaba siendo amenazada por las maras, cruzó el río poco profundo que separa Guatemala de México y tomó un taxi hasta la ciudad fronteriza de Tapachula. Desde allí, ambas iban a dirigirse a la Ciudad de México y luego, a Tijuana, en la frontera con Estados Unidos, para cruzar desde allí y ponerse a salvo.

Pero Tapachula es el tipo de lugar donde los planes mejor trazados pueden salir mal.

“Me empecé a preocupar cuando el taxi nos comenzó a llevar por calles muy oscuras”, explica Cristel. Pronto se dio cuenta de que las estaban secuestrando.

Se las llevaron a una casa abandonada, donde les robaron y abusaron sexualmente de ellas durante varios días. Escaparon una noche que sus captores se emborracharon y olvidaron cerrar la puerta con llave. Una mujer las encontró en la calle y las llevó a la comisaría de policía local.

Nunca llegó a realizarse una investigación policial. Después de tres meses infernales en México, Cristel regresó a El Salvador.

Ningún lugar es seguro

Cuando Cristel conoció a Daniel, esperaba que las cosas mejoraran por fin. Vivían juntos y el miembro de la mara que la había amenazado estaba en prisión, pero ese período de descanso no duró mucho.

El miembro de la mara pronto comenzó a extorsionarla, exigiendo dinero desde la prisión, lo cual parece ser una práctica común.

A principios de 2017, su trabajo en el salón de belleza ya no bastó para pagar el “impuesto” mensual. No le quedó otra opción que trabajar en las calles por la noche.

Las tarifas exigidas como extorsión a las trabajadoras sexuales son notoriamente altas. Además, las maras atacaron repetidamente a Cristel. Cuando acudió a la policía, se dio cuenta de que trabajaban juntos. Se sintió atrapada.

Pero nunca imaginó lo que sucedería después.

En febrero de 2017, la mara mató a Daniel. Le dispararon en la calle a plena luz del día. Había recibido amenazas de las pandillas, que advertían que lo matarían si no dejaba a Cristel.

“Eres la próxima”, le dijo una voz por teléfono días después de que encontraran el cuerpo de Daniel. “Sabes muy bien que te has ganado dos balas por no pagarnos”.

Lo único que pudo hacer Cristel fue prometer que pagaría.

Consiguió dinero suficiente para un mes; luego su madre intentó pedir prestado dinero para pagar el mes siguiente, pero no logró reunir todo lo que necesitaba.

Cuando Cristel fue a la policía para denunciar la situación, vio a un oficial hablando con uno de los hombres que la amenazaban.

A Cristel ya no le quedaban opciones. Era hora de irse de nuevo.

Un viaje sin fin

Volvimos a encontrarnos con Cristel en Tapachula, el lugar donde había sido víctima de secuestro y abusos sexuales tres años antes. El último lugar en la tierra en el que quería estar.

Estaba haciendo fila en el centro de inmigración de la ciudad, con hombres, mujeres, niños y niñas de toda América Central, además de países como Cuba, Haití, India y Bangladesh.

Acuden allí por la mañana y por la tarde a intentar persuadir a las autoridades mexicanas de que merecen la oportunidad de permanecer en el país como refugiados o, al menos, obtener un visado por razones humanitarias por un año, la solución temporal de México a la creciente crisis de refugiados.

Habían pasado sólo unos meses desde nuestro último encuentro con Cristel, pero su apariencia había cambiado. Se la veía exhausta y demacrada.

“Me dieron la visa humanitaria”, anunció con la falta de entusiasmo que surge de no sentirse a salvo.

Cuando llegamos al hogar de Cristel, una habitación apenas amueblada en una zona segura de Tapachula, estalló en lágrimas.

“Tengo que irme ya”, dijo, con las manos temblorosas y el rostro convulsionado por el miedo.

“Vi a uno de los chicos de la mara que me estaba amenazando en El Salvador. No puedo quedarme aquí”.

Cristel había sido abordada por un joven al que reconoció en el parque central de la ciudad, donde se congregan los solicitantes de asilo.

“Si pensabas que no te encontraríamos, estabas equivocada. Sé que viniste porque no nos pagaste. Te dimos muchas oportunidades, pero parece que no entiendes”, le dijo.

Volver al principio

Tan pronto como pudo pagarlo, Cristel tomó un autobús a Tijuana a través de la ciudad de México, y luego cruzó la frontera con Estados Unidos.

Pero el panorama político había cambiado desde la última vez que Cristel había hecho el viaje en 2014. Con el presidente Trump en el poder, conseguir asilo en Estados Unidos iba a ser mucho más difícil.

En la década de 1990, EE. UU. se convirtió en uno de los primeros países en admitir a solicitantes de asilo y personas refugiadas perseguidas por su orientación sexual. Si bien el gobierno de Trump no ha intentado cambiar la Ley de Asilo de Estados Unidos, ya dejó en claro que pretende disminuir el número de personas refugiadas admitidas en el país, aumentar el número de solicitantes de asilo que permanecen detenidos mientras se procesan sus solicitudes (en lugar de aplicar las alternativas a la detención disponibles) y elevar el umbral para el “temor justificado” a la persecución de los y las solicitantes como fundamento del asilo.

Según cifras del Departamento de Justicia de EE. UU., el número de solicitudes de asilo presentadas por personas procedentes de El Salvador ha aumentado cada año desde 2014, con 17.709 peticiones sólo en 2016. Aunque el número de personas que han obtenido asilo en EE. UU. aumentó en ese período, también lo hizo el de solicitudes “denegadas”, “abandonadas” o “retiradas”.

Muchos adjudican esto al arduo proceso y las durísimas condiciones de detención que los y las solicitantes de asilo se ven obligados a soportar, y que dejan a las personas más vulnerables, como Cristel, con pocas alternativas a volver a los peligros de los que tan desesperadamente trataban de escapar.

Varios años después de la primera vez que cruzó a Estados Unidos, Cristel fue detenida por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos y recluida en régimen de aislamiento en el Centro de Detención de Otay Mesa, de San Diego, California. Luego la ubicaron en una celda con ocho hombres durante un mes y medio, hasta que se celebró su vista judicial. Cristel tuvo un abogado pro bono, pero no logró obtener asilo. Desde allí, la trasladaron a otro centro de detención en Arizona, la esposaron, la subieron a un avión y la enviaron de regreso a su pesadilla más terrible.

Cuando Cristel aterrizó en El Salvador, nadie le hizo ninguna pregunta. Nadie quiso saber por qué se había marchado tantas veces, por qué estaba asustada o si necesitaba protección. Las autoridades le dieron dos pupusas (tortillas de maíz gruesas, plato típico de El Salvador) y un refresco.

La última vez que vimos a Cristel, había regresado a la casa de su madre, a las peligrosas calles, a las extorsiones imposibles de pagar.

“Pensé que en Estados Unidos respetaban a las mujeres trans. Veía cómo vivían amigas mías allá, antes que lo eligieran a Trump, pero ahora sé que no es así. Me trataron como un parásito, como a una criminal”, me cuenta Cristel.

“Estoy agotada de tener que pagar para vivir. Quiero vivir, pero no hay lugar adonde ir. Trabajo y vivo para pagar la extorsión. Todo es sobre la extorsión”.

Cada vez que se retrasa, incluso por uno o dos días, es brutalmente golpeada.

La historia de Cristel dista de ser única.

La crisis de refugiados en Centroamérica se manifiesta en innumerables viajes sin fin como el de ella: cinco pasos adelante, diez pasos atrás. Otras personas hacen el mismo viaje decenas de veces. Son deportadas y lo vuelven a intentar, empujadas por la desesperación.

Cristel encarna una de las crisis de refugiados más invisibles del mundo. Es víctima de la discriminación histórica, del fracaso de la política de inmigración y, ahora, del nuevo mundo de Trump, donde se criminaliza a las personas más vulnerables, y aquellas que deberían ayudarlas son quienes las ponen en peligro.

“No quiero ser ilegal. Sólo quiero vivir y estar segura”, suplica Cristel.

“Pero me van a matar”, dice una y otra vez, sollozando como si estuviera en su propio funeral.

*Nombre ficticio