Viernes, 01 de junio, 2018

El presidente Ortega no puede seguir fingiendo estar abierto al diálogo o a investigaciones independientes mientras persiste en esta letal estrategia de represión. Al volverse contra su propio pueblo y negarle su derecho a la vida y a la libertad de expresión, está escribiendo uno de los capítulos más oscuros de la historia de Nicaragua


Unos días después de cumplir 15 años, Álvaro Conrado utilizó el dinero que había recibido como regalo para comprar agua para los estudiantes que se manifestaban en las calles de Managua, la capital de Nicaragua, contra las reformas de la seguridad social. Era su forma de solidarizarse con quienes protestaban bajo el intenso calor tropical.

Momentos después, Álvaro recibió un disparo en el cuello.

Amnistía Internacional entrevistó a su padre, un hombre de pelo plateado también llamado Álvaro Conrado, en su modesta vivienda familiar. Sentado en su mecedora de madera, dijo: “Yo creo que él pensó que era su deber ir a ayudar a los estudiantes. A un lado estaba la policía, al otro estaban los estudiantes. Creo que él no se dio cuenta del peligro en que estaba. Pero él estaba decidido”.

Álvaro fue una de las casi 100 personas asesinadas desde que la policía nicaragüense y los grupos armados progubernamentales conocidos como “turbas sandinistas” se propusieron aplastar las protestas que comenzaron el 18 de abril. Casi mil personas han resultado heridas y el número de víctimas sigue aumentando cada día.

El lunes, víspera de la presentación del informe de Amnistía Internacional sobre la política de represión de tirar a matar aplicada por el gobierno de Daniel Ortega, lo presenciamos de primera mano.

La defensora nicaragüense de los derechos humanos Bianca Jagger y yo estábamos en Managua reunidos con el decano de una de las universidades donde los estudiantes habían sufrido represión cuando las turbas lanzaron un ataque contra el campus de la Universidad Nacional de Ingeniería, situada al otro lado de la calle. Minutos más tarde, la policía antidisturbios, fuertemente armada, llevó a cabo un segundo ataque contra los estudiantes desarmados.

El terrible estruendo de los disparos fue incesante.

El personal del hospital privado Bautista nos dijo que ese día trataron a 41 jóvenes heridos, uno de los cuales murió de una herida de bala en el pecho.

Álvaro también había muerto en el hospital Bautista, horas después de que se le negara el tratamiento en el hospital público Cruz Azul de Managua el 20 de abril. El personal del hospital Bautista dijo que Álvaro podría haber sobrevivido si lo hubieran tratado antes.

Según informes, al menos otros dos hospitales públicos se negaron a tratar a personas heridas en las protestas ese día. Las autoridades tampoco cumplieron con su obligación de realizar autopsias después de varios de los homicidios, y en varios casos, antes de entregar los cadáveres a las familias, las hicieron firmar un documento por el desistían de denunciar a la policía por las muertes.

Tras el riguroso examen de nueve de los homicidios perpetrados desde abril —incluido el uso de fuego real, la trayectoria de los disparos efectuados y la elevada concentración de heridas de bala en la cabeza, el cuello y el pecho de las víctimas— creemos que las autoridades están intentando encubrir las ejecuciones extrajudiciales cometidas por la policía y las turbas sandinistas.

Días después de la muerte de Álvaro, la policía intentó impedir que sus padres presentasen una denuncia por su muerte ante el Centro de Derechos Humanos de Nicaragua. En cuestión de horas, el carrito de venta ambulante de su tío fue destruido en lo que la familia considera un acto de represalia por denunciar el caso.

El gobierno sigue sin arrepentirse. El 21 de abril, el presidente Ortega dijo que los muertos eran “asesinos”. Dos días antes, la vicepresidenta, Rosario Murillo, había acusado a los manifestantes de “fabricar muertos” y actuar “como vampiros que reclaman sangre para acercarse a su agenda política”.

Esa retórica continúa hasta el día de hoy. Sus intentos de criminalizar a los muertos e incluso negar su existencia han acrecentado aún más el dolor de las familias de las víctimas.

“Se quieren lavar las manos. Son personas que no aceptan su culpabilidad”, dijo Graciela Martínez, de 27 años, cuyo hermano Juan Carlos López murió violentamente el 20 de abril.

Juan Carlos, de 24 años, acababa de salir de la casa de Graciela, a las afueras de Managua, e iba de camino a encontrarse con su esposa cuando recibió un disparo en el pecho. Murió casi en el acto.

“La muerte de mi hermano no es inventada”, dijo Graciela. “Mi hermano ya no está. Ellos lo que quieren hacer es tapar todo. Esto no lo pueden callar. Esto fue una masacre.”

Los intentos de las autoridades de silenciarlo incluyeron el bloqueo de cuatro cadenas de televisión que estaban cubriendo las manifestaciones iniciales. Radio Darío, estación radiofónica conocida por su cobertura crítica del gobierno, fue incendiada en lo que el director describió como un “acto terrorista”, mientras que el canal de noticias 100% Noticias también fue atacado el miércoles.

Al menos una decena de periodistas sufrieron robos, amenazas o agresiones durante las protestas, y a un reportero, Ángel Gahona, lo mataron de un tiro durante una retransmisión en directo a través de Facebook en la ciudad costera de Bluefields.

La población nicaragüense ha reaccionado con tristeza, rabia, miedo y frustración. Varias personas entrevistadas a las que entrevistamos contaron que los sucesos les recordaban a los días sombríos de la década de 1970, durante la dictadura de Anastasio Somoza. Irónicamente, muchos nicaragüenses comparan ahora a Ortega con Somoza, el dictador que él ayudó a derrocar en 1979.

Pero si el gobierno de Ortega creyó que podía disuadir a la población de protestar, se equivocó fatalmente. Durante una protesta celebrada el miércoles en el Día de la Madre, al menos medio millón de personas marcharon pacíficamente por las calles de Managua en solidaridad con las madres de las 83 personas que habían sido asesinadas en las protestas hasta ese momento.

La manifestación supuso la mayor concentración de la sociedad civil conocida hasta ahora. Trabajadores rurales acudieron a la ciudad para marchar junto a madres, estudiantes, familias y empresarios. Todo el mundo ondeaba la bandera azul y blanca de Nicaragua y coreaba: “¡No eran delincuentes, eran estudiantes!”

Personas de todo el país marcharon simultáneamente en distintas ciudades dejando claro que no serán silenciadas.

Horas antes, el gobierno de Ortega había acordado permitir que un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos investigara la violencia de las últimas seis semanas. Pero entonces todo el infierno se desató: la marcha del Día de la Madre fue atacada en lo que pasa por ser la manifestación más perversa hasta ahora de la insinceridad de Ortega.

Mientras observábamos la manifestación, empezamos a escuchar rumores de ataques en la Universidad Centroamericana de Managua. Entonces empezamos a escuchar disparos, que creímos provenían de francotiradores colocados en el Estadio Dennis Martínez. En medio del caos volvimos a nuestro hotel, donde nos enteramos de que se creía que una docena o más de personas habían muerto en todo el país y muchas más habían resultado heridas.

El presidente Ortega no puede seguir fingiendo estar abierto al diálogo o a investigaciones independientes mientras persiste en esta letal estrategia de represión. Al volverse contra su propio pueblo y negarle su derecho a la vida y a la libertad de expresión, está escribiendo uno de los capítulos más oscuros de la historia de Nicaragua.

El padre de Álvaro, al pensar sobre todo lo que ha pasado, apenas puede contener su enfado con el gobierno.

“Estamos como prisioneros”, exclama, tratando de contener las lágrimas. “Cuando nosotros no estamos de acuerdo con lo que ellos dicen, simplemente nos mandan a la policía a dispararnos o nos mandan a sus simpatizantes a golpearnos.”

No obstante, sigue decidido a hacer rendir cuentas a los responsables.

“Que haya justicia. Que los jóvenes, como mi hijo y los otros jóvenes que murieron, no tengan una muerte en vano.”

 

Por Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.