Miércoles, 19 de septiembre, 2018

En una reunión con Min Aung Hlaing celebrada en Naypyitaw en noviembre de 2017, el ministro de Estado de Asuntos Exteriores Kazuyuki Nakane hizo referencia a “presuntos [...] abusos contra los derechos humanos” en el norte del estado de Rajine, pero no criticó las acciones de las fuerzas armadas de Myanmar, sino que confirmó los fuertes lazos militaresque unían a ambos países


El 2 de agosto de 2017, aterrizó en Tokio un avión en el que viajaba el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Myanmar, el general en jefe Min Aung Hlaing.

El militar encabezaba una delegación de altos mandos del ejército que iba a reunirse con sus homólogos en las Fuerzas de Autodefensa de Japón, junto con una organización japonesa que hace donaciones. Hablaron de cooperación, compartieron cena, se intercambiaron regalos.

Apenas tres semanas después, el 25 de agosto, las fuerzas bajo el mando de Min Aung Hlaing lanzaron un ataque generalizado, sistemático y cruento contra cientos de poblados rohingyas tras una serie de ataques contra puestos de seguridad a manos de un grupo armado rohingya, el Ejército de Salvación Rohingya de Arakán (ARSA).

En los primeros días de violencia, y de nuevo a finales de septiembre, al anunciar el envío de ayuda humanitaria de emergencia a las comunidades afectadas del estado de Rajine, el Ministerio de Asuntos Exteriores japonés condenó los ataques del ARSA, pero aparentemente dio vía libre a las fuerzas de seguridad de Myanmar.

Durante varios meses, la terrible violencia selectiva de las fuerzas armadas provocó la huida de más de 725.000 mujeres, hombres, niños y niñas rohingyas a la vecina Bangladesh. Este repentino éxodo fue el mayor desplazamiento masivo de personas en el sureste asiático en décadas. Un año después, quienes huyeron siguen en una situación incierta en el mayor campo para personas refugiadas del mundo.

Amnistía Internacional ha documentado con gran detalle las atrocidades de las fuerzas armadas de Myanmar contra la población rohingya, que incluyen la quema selectiva de pueblos, la inanición forzada, el uso de minas terrestres y la comisión de crímenes de lesa humanidad, incluidos asesinatos, violaciones, torturas, y la expulsión de la población rohingya. Tras la disminución de la violencia inicial y con las casas rohingyas incendiadas y abandonadas, las autoridades de Myanmar comenzaron a destruir pueblos rohingyas y a construir nuevas bases de las fuerzas de seguridad en su lugar. También mantienen un sistema deshumanizador deapartheid contra la población rohingya que queda en el estado de Rajine.

Las investigaciones de Amnistía Internacional señalan la participación de unidades específicas de las fuerzas armadas en atrocidades. Entre ellas figuran las divisiones 33 y 99 de la Infantería Ligera, unidades de combate de las fuerzas armadas de Myanmar que se desplegaron en el norte del estado de Rajine a mediados de agosto de 2017 y que ejecutaron a centenares de personas rohingyas en los pueblos de Chut Pyin y Min Gyi ese mes.

Estas unidades tienen un historial de abusos: a finales de 2016 y principios de 2017, habían cometido crímenes de guerra en el estado de Kachin y en el norte del estado de Shan, desde donde actualmente siguen llegando denuncias de violaciones de derechos humanos contra civiles pertenecientes a minorías étnicas.

Basándose en el cúmulo de datos reunidos durante nueve meses de investigación llevada a cabo en el estado de Rajine y en los campos para personas refugiadas del sur de Bangladesh, Amnistía Internacional identificó con sus nombres a 13 personas que deben ser investigadas penalmente por crímenes de lesa humanidad. Una de ellas es el general jefe Min Aung Hlaing.

No obstante, el gobierno de Japón no se sumó a la indignación mundial ni ha tratado de distanciarse de los dirigentes militares de Myanmar ni siquiera cuando se acumularon los datos sobre crímenes cometidos por las fuerzas armadas de Myanmar y altos cargos de la ONU los calificaron de limpieza étnica.

En una reunión con Min Aung Hlaing celebrada en Naypyitaw en noviembre de 2017, el ministro de Estado de Asuntos Exteriores Kazuyuki Nakane hizo referencia a “presuntos [...] abusos contra los derechos humanos” en el norte del estado de Rajine, pero no criticó las acciones de las fuerzas armadas de Myanmar, sino que confirmó los fuertes lazos militaresque unían a ambos países.

Más allá de la cooperación de ambas fuerzas armadas, Japón desempeña un papel significativo en los asuntos de Myanmar. En enero de este año, el gobierno anunció el envío de 20 millones de dólares estadounidenses adicionales en ayuda humanitaria y ayuda al desarrollo para el estado de Rajine. Como donante importante, Japón tiene la obligación de asegurarse de que no contribuye a que se sigan cometiendo crímenes de derecho internacional, incluidos crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, en el país.

Después se produjo la decisión de Japón —junto con otros nueve Estados— de abstenerse de votar cuando el Consejo de Derechos Humanos de la ONU adoptó una resolución, en marzo de 2018, y condenó “enérgicamente las violaciones y los abusos generalizados, sistemáticos y manifiestos de los derechos humanos cometidos en el estado de Rakáin”.

Importan las declaraciones oficiales —o el silencio— de Japón sobre lo que ha pasado en Rajine.

Por tanto, fue sorprendente que, apenas un día después de que la ONU diera a conocer un devastador informe en el que pedía el enjuiciamiento de altos mandos de las fuerzas armadas por genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, el embajador de Japón en Myanmar se reuniera con el general jefe Min Aung Hlaing para hablar de relaciones bilaterales y “promover la amistad entre las dos fuerzas armadas.

Tal vez esta muestra de apoyo no debería sorprendernos. Varias semanas antes, cuando el ministro de Asuntos Exteriores Taro Kono visitó a Min Aung Hlaing, éste lo saludó y saludó a Japón como “amigo” y declinó de nuevo condenar la limpieza étnica. En su lugar, expresó apoyo a la “Comisión Independiente de Investigación” nacional sobre la situación en el estado de Rajine, de la que forma parte un ex embajador de Japón.

Pero hay pocas esperanzas de que se haga justicia gracias a esta investigación. No se puede confiar en que las autoridades de Myanmar investiguen adecuadamente los espantosos crímenes cometidos contra la población rohingya. Las investigaciones anteriores han carecido de independencia, imparcialidad y competencia, y víctimas y testigos han sufrido hostigamiento e intimidación. Nada indica que este último organismo será diferente.

Es hora de que intervenga la comunidad internacional, y Japón debe formar parte de este esfuerzo.

En las próximas semanas se reunirán el Consejo de Derechos Humanos y la Asamblea General de la ONU; hace falta una actuación firme y decisiva que permita que se haga justicia a la población rohingya y las minorías étnicas del norte de Myanmar objeto de ataque.

Amnistía Internacional pide a Japón y a todos los Estados que impulsen la justicia, la verdad y la reparación mediante la creación de un mecanismo independiente que reúna y preserve pruebas de crímenes de derecho internacional, y al Consejo de Seguridad de la ONU que remita con carácter urgente la situación de Myanmar a la Fiscalía de la Corte Penal Internacional.

Japón debe condenar rotundamente los crímenes que cometen las fuerzas armadas de Myanmar contra la población rohingya y otras minorías étnicas, y presionar para que los presuntos responsables penales respondan ante la justicia en juicios justos. A menos que ponga fin a su silencio sobre los terribles crímenes en el norte del estado de Rajine de Myanmar, Japón se quedará en el lado equivocado de la historia.

 

Por Lisa Tassi, directora adjunta de Amnistía Internacional para Asia Oriental