Viernes, 07 de agosto, 2020

Muchos Estados han atacado a quienes consideran que los critican. En lugar de unir a la sociedad, las susceptibles autoridades de lugares como Nicaragua, Polonia o Túnez han ignorado, criminalizado o suprimido la información y las voces críticas. Otros líderes han utilizado esta desgracia para reforzar su poder y sofocar el espacio cívico, como ha ocurrido en Hungría, Filipinas, Tailandia, Azerbaiyán o Zimbabue


Por Lisa Maracani, investigadora de Amnistía Internacional sobre los defensores y defensoras de los derechos humanos

La COVID-19 ha planteado un conjunto de retos enormes, que obligan a los gobiernos a escuchar los consejos, estar abiertos a la crítica y el escrutinio de los expertos y consultar con las personas más afectadas para buscar soluciones que minimicen los daños. Los Estados deben aprender rápidamente de sus errores, adaptarse, innovar y ofrecer respuestas flexibles y diferenciadas a los numerosos problemas derivados de la pandemia. Sólo pueden lograrlo si permiten la diversidad de opiniones y el debate y si escuchan y animan a participar a los diferentes sectores de la sociedad. Como afirma la OMS, una forma decisiva de combatir la COVID-19 es “informar, empoderar y escuchar a las comunidades”.

En un momento de crisis enorme, lo que esperaríamos ver de los gobiernos es que unan a las personas, fomenten la solidaridad y se esfuercen por proteger a quienes mayor riesgo corren. De hecho, en medio de la conmoción de las primeras semanas de la pandemia, muchas personas nos atrevimos a albergar la esperanza de que esta inmensa convulsión fuera una oportunidad para crear un mundo más justo, inclusivo y solidario, y un futuro respetuoso con el medio ambiente.

Sin embargo, lo que hemos visto hacer a muchos Estados ha sido atacar a quienes consideran que los critican. En lugar de unir a la sociedad, las susceptibles autoridades de lugares como Nicaragua, Polonia o Túnez han ignorado, criminalizado o suprimido la información y las voces críticas. Otros líderes han utilizado esta desgracia para reforzar su poder y sofocar el espacio cívico, como ha ocurrido en Hungría, Filipinas, Tailandia, Azerbaiyán o Zimbabue. Como el relator especial sobre la libertad de expresión ha señalado recientemente, la gente ha sufrido porque algunos gobiernos prefieren protegerse de las críticas en vez de permitir a las personas compartir información, aprender del brote y saber lo que las autoridades hacen o no hacen para protegerlas.

Esta reflexión se halla reflejada en la abundante documentación de abusos contra defensores y defensoras de los derechos humanos que hemos visto cometer y hemos denunciado en las últimas semanas. En nuestro informe Atreverse a salir en defensa de los derechos humanos durante una pandemia, hemos agrupado decenas y decenas de casos particulares —probablemente sólo la punta del iceberg— de personas que han pagado un alto precio por defender los derechos humanos.

Entre ellas figuran denunciantes de irregularidades del sector de la salud, activistas de comunidades y periodistas y blogueros y blogueras que compartían información y planteaban preguntas sobre el modo de gestionar la pandemia. Se ha dejado a comunidades indígenas sin atención adecuada de la salud y asediadas por quienes usurpan sus tierras, y se ha retirado la protección a activistas en situación de riesgo, que son ahora un blanco fácil para sus atacantes.

Mujeres y activistas LGBTI han experimentado un aumento de la violencia de género y la discriminación, y defensores y defensoras de los derechos humanos y disidentes encarcelados sufren un castigo adicional, pues continúan recluidos en condiciones de hacinamiento y falta de higiene que los dejan expuestos al virus.

Son muchos los casos particulares de defensores y defensoras de los derechos humanos que han sido objeto de ataques. Uno que me llama especialmente la atención, porque personifica el desprecio del Estado hacia estas personas, es el de Atena Daemi, defensora iraní de los derechos humanos encarcelada por su activismo contra la pena de muerte. Después de cuatro años de cárcel y de sufrir tortura y otros malos tratos, incluida la negación de atención médica, en junio fue condenada a dos años más de prisión y a recibir 74 latigazos por cargos falsos presentados contra ella con el fin de que continuara privada de libertad por su activismo de derechos humanos.

La pandemia ha agravado las desigualdades y la pobreza, las crisis humanitarias y el impacto de la discriminación y el racismo en todas las sociedades. Es probable que esta situación anime a un número mayor aún de personas a movilizarse por sus derechos. De hecho, hemos visto cómo se han agrupado movimientos para defender los derechos humanos y protestar pacíficamente, intensificando sus actividades y desempeñando diferentes funciones en sus propias comunidades.

Parte de este activismo ha consistido en proporcionar información sobre cómo protegernos de la COVID-19 cuando la información que se ofrece es escasa o contradictoria y en denunciar la falta de medidas de prevención y servicios de salud adecuados. Cada vez son más los defensores y defensoras de los derechos humanos que se dedican a enviar ayuda humanitaria y defender a los grupos más marginados y discriminados, a luchar contra los retrocesos de los gobiernos en materia de derechos humanos valiéndose de legislación de excepción, y a continuar con el trabajo que tanto tiempo llevan realizando en favor de los derechos humanos. Los Estados podrían aprender mucho de la resiliencia, adaptabilidad, determinación e innovación de estas personas.

Es por ello que los defensores y defensores de los derechos humanos son importantes actores en la lucha contra la pandemia y que los Estados deben considerarlos aliados, no enemigos. Sin todas las personas y colectivos que defienden los derechos humanos en todo el mundo, será casi imposible hacer frente a la COVID-19 y salvar el mayor número posible de vidas y medios de sustento.

Además de ser una obligación de los Estados, es beneficioso para ellos y para la sociedad en general que se reconozca y proteja a los defensores y defensoras de los derechos humanos, y se les facilite llevar a cabo su esencial trabajo. Sólo así podemos mitigar los peores efectos de las crisis y garantizar que quienes más riego corren no quedan atrás en el proceso.