Martes, 13 de noviembre, 2018

La mayoría de las personas que integran la primera caravana que llegó a la Ciudad de México en camino hacia Estados Unidos son de nacionalidad hondureña. Muchas de ellas hablan de la violencia endémica y la falta de protección del Estado como motivos para salir de un país donde las oportunidades son limitadas y la pobreza generalizada


Después de 23 días de penoso viaje bajo la lluvia torrencial y el calor tropical, Suyapa* hace un alto muy necesario en el espacioso albergue para los integrantes de la caravana de personas migrantes y refugiadas de Centroamérica en un complejo deportivo de la capital de México.

“Ha sido bastante pesado, más que todo por ellos”, dice, señalando a sus dos hijos menores, de 7 y 10 años. “Aquel se enfermó, pero gracias a Dios ya está mejor. Hemos caminado mucho. Se agotan, se pelaron sus pies y han quedado descalzos por ratos.”

Como muchas de los miles de personas que viajan en una serie de caravanas desde Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua, Suyapa abandonó su hogar por necesidad y no por elección.

Aunque el presidente Trump ha llamado “criminales” a las personas que integran la caravana y ha desplegado más de 5,000 soldados para impedir que crucen la frontera Estados Unidos-México, muchas de ellas son mujeres, niñas y niños que sólo buscan un lugar seguro para rehacer sus vidas.

Según las autoridades de la Ciudad de México, los niños y niñas representaban 1.726 de las 4.841 personas que estaban registradas en el albergue el 8 de noviembre, de ellas 310 niños y niñas menores de 5 años. Alrededor del 30 por ciento de las personas registradas son mujeres.

Suyapa huyó de la ciudad hondureña de San Pedro Sula después de que miembros de redes delictivas violentas conocidas como “maras” extorsionaran su modesto negocio de comida, exigiéndole la totalidad de sus ganancias semanales, y después obligaran a su hijo mayor a unirse a ellos.

“No fue voluntariamente. Yo me opuse y me dijeron que si yo me quedaba más en el país que iban a terminar con toda mi familia”, dice Suyapa. “Ellos no amenazan, ellos cumplen.”

La banda le dio tres días para marcharse y no volver más.

“¿Qué hice yo? Dejar mi casa, dejar todo, sólo agarrar a mis hijos y esconder los otros que me quedaban y venirme, porque no me quedaba de otra.”

Suyapa dice que no conocía la existencia de la caravana cuando abandonó su hogar pero pronto tuvo noticia de ella y decidió unirse.

La mayoría de las personas que integran la primera caravana que llegó a la Ciudad de México en camino hacia Estados Unidos son de nacionalidad hondureña. Muchas de ellas hablan de la violencia endémica y la falta de protección del Estado como motivos para salir de un país donde las oportunidades son limitadas y la pobreza generalizada.

Repleto de tiendas de campaña, cochecitos de bebés y ropa tendida a secar, el albergue temporal de la Ciudad de México es un refugio relativamente seguro para la caravana, donde personal del gobierno y personas voluntarias dispensan atención médica y dental y distribuyen tres comidas al día. Peluqueros voluntarios cortan el cabello gratuitamente y payasos entretienen a los niños y niñas más pequeños, mientras los adolescentes disfrutan de partidos de fútbol. Hay incluso chamanes disponibles para ofrecer curación espiritual.

Sentada en un columpio, Claudia, de 28 años, mira cómo sus tres hijos pequeños juegan. Todos están delgadísimos y el más pequeño está enfermo. Lo han examinado doctores del albergue, pero dicen que habrá que hacerle más pruebas clínicas cuando lleguen a su destino.

La familia de Claudia ha recorrido más de 1.500 kilómetros, con un hijo en una sillita de bebé y los otros caminando. Se vieron obligados a salir de Honduras cuando una banda los amenazó por no pagar los “impuestos de guerra” por el pequeño negocio de su esposo.

“Nosotros nos gustaría regresar allí pero no podemos”, dice.

Como Amnistia Internacional Documento el año pasado, las extorsiones o “impuestos de guerra” que las “maras” exigen a los negocios son habituales en América Central, pero si alguien no obedece, pone en peligro su vida.

Antes de marcharse, la familia de Claudia tuvo que cerrar su negocio y vivía todos los días con miedo a las bandas.

“Allí la policía no tienen ni voz ni mando”, dice para explicar por qué su familia no podía acudir a las autoridades en busca de ayuda. Si denuncias a las bandas, dice, te encuentran y “van a joder a uno”.

Ahora, Claudia dice que su prioridad es encontrar un lugar seguro donde sus hijos puedan ir a la escuela.

Comienza a llorar al describir cómo sus hijos le preguntan cuándo volverán a casa. “Me parte el alma, pero tengo que seguir.”

El albergue de Ciudad de México representa una oportunidad excepcional para que quienes forman parte de la caravana puedan recibir apoyo emocional.

“No es una situación fácil para ellos abandonar su país. Están teniendo que manejar procesos de duelo”, dice Marlen Nava, del Instituto Mexicano para la Psicología de Emergencia, uno de los grupos que con carácter voluntario ayudan a las personas que integran la caravana.

“Estamos notando mucha ansiedad, mucho estrés, muchas reacciones fisiológicas, y en los niños mucho apego reactivo. Si se separan de sus papás reaccionan con miedo, con llanto o incluso con regresiones, como cuando un niño de 9 o 10 años de repente empieza a hablar otra vez como bebé.”

El apoyo que Nava y sus colegas pueden ofrecer a visitantes fugaces es limitado, y le preocupa especialmente lo que califica de “deshumanización” de quienes viajan en la caravana.

“Desafortunadamente hay mucho estigma. Mucho estigma de manejarles y tratarles como delincuentes. La mayoría son familias, son mujeres y madres solas que viven con sus hijos o vienen completamente solas porque dejaron a sus familiares allá para poder buscar un sustento para ellos”, dice.

“Todos somos humanos. Creo que todos [deberían de tener] la oportunidad de buscar lo mejor para sus familias. Respetemos la decisión por lo que ellos decidieron salir de sus países.”

Lorena, mujer transgénero de 30 años que ejerció como trabajadora sexual en Honduras, dice que se salió del país debido a la homofobia generalizada que se traducía en violencia constante por parte de la policía y de los clientes.

Según Amnistia Internacional, las mujeres transgénero de América Central corren un riesgo especialmente elevado de sufrir violencia y extorsión de las bandas y abusos de la policía.

“En mi país [las autoridades] no te escuchan, no te hacen caso [...] porque vos es homosexual”, dice Lorena.

Como a menudo las mujeres transgénero hacen frente a violencia y discriminación adicionales en los países de tránsito y destino, Lorena optó por unirse a la caravana porque se sentía más segura en un grupo más numeroso. Aunque supone que la detendrán cuando llegue a Estados Unidos, cree que vale la pena arriesgarse para escapar de la violencia en Honduras.

Aun cuando el presidente Trump envíe tropas a la frontera, dice, “vienen mujeres, vienen niños, no puede matar”.

Aunque les esperan más tiempos difíciles cuando la caravana avance por el norte de México, donde las temperaturas son más extremas, las infraestructuras más escasas y la delincuencia organizada más habitual, la mayoría de las personas que integran la caravana no se arredran.

Suyapa continúa decidida a llegar a Estados Unidos para poder criar a sus hijos en condiciones de seguridad.

“Mi sueño es irme por el otro lado y poderme llevar mis hijos y tener una vida mejor, sobre todo para que ellos puedan estudiar libremente”, dice.

Pero es un sueño nacido de la necesidad y de las inaguantables circunstancias en su país de origen.

“¿Usted cree que en una situación [normal] yo hubiera querido venir con mis hijos? Jamás. Yo no hubiera querido salir de mi país si la vida fuera diferente.”

Por Duncan Tucker y Louise Tillotson

Originalmente publicado en www.thelily.com