Miércoles, 29 de mayo, 2019

En vista de cómo está reprimiendo el gobierno la prestación de ayuda humanitaria, mi caso puede sentar un peligroso precedente


Después de atravesar México en un peligroso viaje y cruzar con dificultad el desierto de Arizona, Jose y Kristian supieron por alguien que encontrarían agua y comida en un lugar de Ajo llamado “the Barn” (el granero). “The Barn” es un punto de encuentro para personal voluntario como yo, y allí ambos jóvenes pudieron comer, descansar y acceder a asistencia médica. La Patrulla Fronteriza los detuvo cuando se disponían a marcharse. Los agentes también me esposaron y arrestaron a mí, por haber proporcionado “comida, agua, ropa limpia y camas” a los dos migrantes, en palabras de la Patrulla.

Jose y Kristian permanecieron varias semanas recluidos, consignados por el gobierno para prestar declaración como testigos materiales del proceso abierto contra mí, y a continuación fueron deportados a sus países, de donde habían huido para ponerse a salvo. Esta semana van a juzgarme por tráfico de seres humanos. Si me declaran culpable, podría tener que cumplir hasta 20 años de cárcel.

En el desierto de Sonora, la temperatura puede alcanzar los 49 grados centígrados por el día y desplomarse por la noche. El agua escasea. El endurecimiento de las políticas de fronteras obliga a las personas migrantes a internarse en regiones más inhóspitas y apartadas, y muchas de las que intentan atravesar estos parajes no sobreviven. A lo largo de lo que se conoce como el corredor de Ajo aparecen decenas de cadáveres cada año; se asume que hay muchos más sin ser descubiertos.

Residentes locales y personal voluntario organizan excursiones a este desierto para prestar ayuda humanitaria. Transportamos garrafas de agua y cubos con comida enlatada, calcetines, electrolitos y material de primeros auxilios hasta varios puntos situados en las rutas de montaña y gargantas. Otras veces recibimos informes sobre alguien que ha desaparecido, y entonces nuestra misión es de búsqueda y salvamento, o, más frecuentemente, de recuperación de los cadáveres o restos óseos de las personas fallecidas.

Durante años, los grupos humanitarios y los residentes locales han coexistido con la Patrulla Fronteriza sin problemas. Nos reuníamos con agentes para comunicarles cómo y dónde estábamos trabajando. De vez en cuando, la Patrulla Fronteriza intentaba entablar una relación más estrecha. “Me alegro de que hoy estéis aquí —recuerdo que una vez me dijo un agente—. La gente necesita agua desesperadamente.” En una localidad tan modesta como Ajo, todos somos vecinos, y los hijos de todos van al mismo colegio. Ya fuera en la tienda de alimentación o en el campo, residentes y voluntarios coincidían habitualmente con los agentes de la Patrulla Fronteriza y hablaban.

Ahora esta clase de encuentros son la excepción. Las autoridades gubernamentales reprimen la prestación de ayuda humanitaria denegando permisos para acceder al Refugio Nacional de Vida Silvestre de Cabeza Prieta o dando patadas y rajando las garrafas de agua. Además, emprenden agresivas actuaciones penales contra el personal voluntario. Varias personas voluntarias de No More Deaths/No Más Muertes se han enfrentado a posibles penas de prisión y multas de hasta 10.000 dólares por delitos menores federales —entre ellos, acceso no autorizado a un refugio de vida silvestre y “abandono de propiedad”— desde 2017 por dejar agua y latas de judías para las personas migrantes. (Yo también me enfrento a cargos por delito menor de “abandono de propiedad”.)

Mi caso, en concreto, podría sentar un peligroso precedente, ya que el gobierno amplía sus definiciones de “transporte” y “refugio”. Siempre se ha aplicado selectivamente la legislación sobre refugio y tráfico de personas, con agresivos procesamientos por redes “criminales”, y en cambio indulgencia para las grandes empresas agrícolas y otras industrias políticamente influyentes que contratan por decenas a trabajadores indocumentados. Ahora la ley puede aplicarse no sólo a trabajadores/as de ayuda humanitaria, sino también a los millones de familias de condición mixta que viven en Estados Unidos. Pongamos por caso una familia en la que uno de sus miembros carece de documentación y otro que sí tiene la ciudadanía es quien hace la compra y paga el alquiler de la vivienda. ¿El gobierno diría que eso es dar refugio? Si esta familia fuera en un vehículo a pasar el día en el parque, ¿el gobierno lo llamaría transporte ilegal? Aunque hace unos años habría parecido una idea disparatada, hoy es una posibilidad aterradoramente real.

Las políticas del gobierno de Trump —“almacenar” a personas refugiadas, separar familias, enjaular a niños y niñas— tienen como fin imponer el sufrimiento y la crueldad. Para que esta estrategia funcione, también hay que erradicar la generosidad.

En mi opinión, la pregunta que surge de todo esto no es si el procesamiento tendrá efectos paralizantes en mi comunidad y su sentido de la compasión. La pregunta es si el gobierno se tomará en serio sus obligaciones humanitarias para con las personas refugiadas y migrantes que llegan a la frontera.

En Ajo, mi comunidad ofrece comida y agua a las personas que cruzan el desierto desde hace décadas; lleva haciéndolo durante generaciones. Pase lo que pase en mi juicio, al día siguiente vendrá alguien del desierto, llamará a una puerta y la persona que responda atenderá las necesidades de ese viajero. Si tienen sed, les ofreceremos agua; no les pediremos la documentación de antemano. El gobierno no puede hacer de eso un delito.

 

De Scott Warren.

Scott Warren es geógrafo y vive en Ajo, Arizona. Este artículo de opinión se publicó originalmente en The Washington Post, tal y como fue relatado a su redactora Sophia Nguyen.