Martes, 28 de julio, 2020

Envalentonada por las lecciones de cada viaje, taller y conversación, Luisa fue una de las primeras mujeres en alzar la voz sobre los problemas de salud luego del derrame de petróleo. Sin embargo, sigue molesta y afirma que la remediación no llega a su comunidad y ella, como defensora, se siente impotente


Los habitantes de La Curva, una comunidad nativa de la Amazonía peruana, jamás se olvidarán los eventos del 25 de enero de 2016.

Mientras trabajaban en sus chacras como todos los días, una tubería del Oleoducto Norperuano se rompió y se derramaron más de tres mil barriles de petróleo entre los árboles de plátano y yuca. Vieron como el crudo discurrió hasta el río, donde los niños y niñas jugaban y las madres lavaban su ropa. El líquido negro produjo un daño real a la salud humana, flora y fauna, según lo estableció el Ministerio del Ambiente en una resolución emitida el 17 de julio de 2019. Esta misma resolución señala que el derrame de petróleo tuvo un impacto en la salud, fuentes de agua y suelo de las comunidades nativas de Chiriaco.

La vida nunca fue la misma en La Curva. Aunque los niños siguen yendo al colegio a las ocho de la mañana y las mujeres van a cortar yuca con sus canastas y machetes, ahora viven bajo la amenaza constante de la contaminación del ambiente, poniendo en riesgo su salud y sus medios de vida. Antes de ese día, no sabían que el oleoducto estaba tan cerca a sus casas. Este peligro latente y silencioso llevaba años ahí, pero ahora supieron que podría dañarles.

"Yo siempre me he preocupado por los jóvenes y los niños, me preocupo por ellos, sigo luchando por ellos”, dice Luisa Teets, mientras la lluvia cae a su alrededor. “Yo me siento una mujer valiente, porque lucho por mi hogar, mi comunidad, para sacarles adelante, como defensora.”

Luisa señala que los problemas ambientales han comprometido el futuro de sus hijos y esa es una de sus motivaciones principales para viajar a diferentes regiones, dialogar con las autoridades y denunciar los reiterados derrames de petróleo que ocurren en la Amazonía peruana. La comunidad le dio el cargo simbólico de “Madre Indígena” porque es de las pocas mujeres awajún de la zona que sabe hablar castellano y reclamar por sus derechos.

El awajún es una de las 50 lenguas oficiales del Perú, pero las leyes están hechas en español y las autoridades no suelen hablar idiomas indígenas. Aunque su papá no pudo pagar sus estudios, Luisa aprendió a comunicarse en español y en awajún, pues ser bilingüe es una ventaja. Desde entonces, nunca ha parado de aprender y de preguntar, y siempre dice lo que piensa.

Su papel como Madre Indígena y defensora de los derechos humanos le ha llevado a reunirse con varios funcionarios, incluso la Ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. Para llegar a Lima, Luisa tuvo que viajar tres horas de Chiriaco, la región donde se encuentra su comunidad, hasta la ciudad de Bagua y luego otras dos horas más para llegar a la ciudad de Jaén. De ahí, tuvo que abordar un vuelo de 90 minutos a la capital, Lima. Ese tramo lo ha hecho muy pocas veces en su vida y fue por invitación de organizaciones sociales que querían escuchar su opinión. Cuenta que ahí conoció otras mujeres que admiraba y que le dieron fuerza para continuar.

“Los hombres y mujeres somos iguales, podemos aportar, la mujer awajún siempre ha sido guerrera”, afirma Luisa.  “Nos ha faltado educarnos, por eso se nos ha dejado de lado, no se nos ha valorado, eso no debería ser así.” Se siente responsable de contar, cada vez que pueda, sobre lo que ocurre en Chiriaco y cómo viven las comunidades awajún.

Si Luisa pudiera retroceder en el tiempo, sería profesora. Le gusta enseñar y conversar con los niños y las mujeres. Les habla de la salud y del gobierno, les aconseja “lo poquito que pude educarme”.

Envalentonada por las lecciones de cada viaje, taller y conversación, Luisa fue una de las primeras mujeres en alzar la voz sobre los problemas de salud luego del derrame de petróleo. Sin embargo, sigue molesta y afirma que la remediación no llega a su comunidad y ella, como defensora, se siente impotente. Y esto no es solo una sensación. La misma resolución del Ministerio del Ambiente, estableció que Petroperu, empresa estatal responsable de administrar el oleoducto, no adoptó las acciones inmediatas para controlar y minimizar los impactos ocasionados por el derrame.

“Nosotras, como mujeres, somos importantes, cuando falta para la comida, nosotras vamos al campo, sacamos de la chacra, de donde sea buscamos [alimentos]”, dice Luisa. Fueron ellas que el 25 de enero del 2016 alertaron sobre el derrame de crudo que afectó la comunidad y son ellas quienes enfrentan las consecuencias, buscando agua para cocinar y cuidando a los que se expusieron al petróleo.

Como todas las mujeres awajún, Luisa sabe cantar. Para ellas, el canto tiene algo de sagrado. Llega como una inspiración, como si se lo dictara una voz interna. Caminando entre los árboles, por la ruta que ha recorrido tantas veces desde que era pequeña, Luisa canta para evocar a los espíritus de sus ancestros. Su canto es propio, explica: “viene de mi mente, de mi memoria”. Esta ritualidad indígena está muy ligada a la vida cotidiana de los awajún, y ella siente que ha ocurrido una ruptura. Los problemas ambientales en la zona han generado conflictos y la propia cultura awajún se está afectando.

Las denuncias de Luisa han llamado la atención sobre la situación en Chiriaco. Llegaron periodistas a cubrir los problemas que viven en la zona, el Ministerio del Ambiente inició un proceso administrativo sancionador contra la empresa responsable e, incluso, el Congreso de la Republica abrió una investigación sobre los derrames. Cada vez que llegan grupos de derechos humanos, Luisa se encarga de traducir a otras mujeres, conversa personalmente con los Apus (líderes electos de las comunidades nativas) y les convence de escuchar a las organizaciones y a las madres.

“Es una mujer importante, escuchamos su opinión, se ha educado”, comenta el Apu de La Curva, José Walter Cuñachi.

Hay pocos hombres en la comunidad, porque la mayoría migró un tiempo para trabajar a los cultivos de papaya en otras regiones. Ahora, las mujeres han asumido otros roles. Sostienen el hogar, organizan los trabajos comunitarios, las fiestas y asisten a las asambleas.

Sentada frente a su cocina, Luisa toma un descanso bien merecido. Acaba de alimentar a sus animalitos y preparar pescado frito. Son tiempos difíciles en La Curva. La peste ha golpeado las huertas ese año, los pollitos no han crecido y los cuyes han enfermado. Tampoco la yuca ha crecido como debe. Aun así, nunca se iría a vivir en otra parte: “Aquí la vida es tranquila, vivo con mis hijos, mis animales, mi río”.

Su hermana, Magna Teets, vivió en Lima por 10 años, trabajando en construcción, sirviendo comida y haciendo mandados. “Me gané la confianza del ingeniero de la obra y quería que me quedé”, cuenta, pero extrañaba a La Curva. Entonces compró un terreno ahí con el dinero que se había juntado.

Convencidas de que se puede tener una vida tranquila en su comunidad, las hermanas están dispuestas a comenzar de cero, a plantar la yuca una y otra vez. Luisa cree que, si el gobierno se empeñara un poco y enviaría ingenieros, medicina, y monitoreara la zona donde ocurrió el derrame, las madres ya no tendrían que padecer por sus esposos e hijos enfermos.

Las señoras la saludan mientras camina por la comunidad. Aunque ella no lo ve, los cambios han empezado a llegar. Otras mujeres se están animando a contar sus historias y caminar junto a Luisa.

“No me canso de luchar por lo que creo”, afirma Luisa.