Miércoles, 26 de junio, 2019

La situación no ha mejorado. El año pasado se alcanzó la cifra más alta de muertes de civiles, incluida la cifra más alta de muertes de niños y niñas. No hay ninguna parte del país que pueda considerarse razonablemente segura. Pese a ello, muchos países persisten en una política de cruel indiferencia hacia la población afgana


Hace 40 años empezaron a llegar a Pakistán personas refugiadas afganas, impulsadas hasta allí por los abusos del régimen de gobierno comunista. Para la invasión soviética de la Navidad de 1979, ya habían llegado más de 400.000. Cuando terminó el año siguiente, la cifra ascendía ya a más de cuatro millones, lo que convirtió a Pakistán en el país que más personas refugiadas albergaba del mundo.

Ese número se ha reducido drásticamente en los últimos años. Tras la terrible masacre de la escuela pública administrada por el ejército en Peshawar, las autoridades paquistaníes iniciaron una represión que sometió a estas personas refugiadas a acoso y vigilancia. Las personas refugiadas fueron castigadas por las acciones del grupo armado responsable de la masacre, que tenía vínculos con Afganistán, y fueron demonizadas como “criminales”, “terroristas” y “antipaquistaníes”.

Quizá la refugiada afgana más icónica es Sharbat Gula, la denominada “niña afgana” cuya fotografía se publicó en una portada del National Geographic de 1985. Su intensa mirada grabó en la conciencia popular la terrible situación de una población afectada por un conflicto que se había visto obligada a abandonar su vida para buscar cobijo en un campo de refugiados cerca de Peshawar.

Durante décadas, la fotografía de Steve McCurry fue un recordatorio de la generosidad de Pakistán. A lo largo de ese tiempo, muchos afganos y afganas pudieron regresar a sus hogares y reanudar sus vidas... hasta que un nuevo estallido de conflicto las desplazó de nuevo. Según algunas estimaciones, una de cada cuatro personas afganas se han visto expulsadas de sus casas a causa de un conflicto en algún momento de su vida.

En 2016, Sharbat Gula fue detenida por estar presuntamente en posesión de un documento de identidad falso y fue deportada sin demora a Afganistán. De repente se vio obligada a dejar atrás 25 años de su vida, en los que se había casado, había criado a sus hijos y se había convertido en parte de una comunidad. Sharbat Gula fue una de las más de 600.000 personas expulsadas de Afganistán en 2016, en lo que Human Rights Watch describió como “la devolución forzada masiva e ilegal de personas refugiadas más grande del mundo en los últimos tiempos”.

En contra de lo establecido por el derecho internacional, estas personas fueron enviadas a una situación aún más peligrosa que aquella de la que habían huido en primer lugar. Muchas de ellas nunca habían conocido Afganistán. En total, más de un millón de personas fueron devueltas forzosamente a Afganistán en 2016, desde Europa, Irán, Pakistán y otros lugares. Los retornos agravaron la situación humanitaria local.

La situación no ha mejorado. El año pasado se alcanzó la cifra más alta de muertes de civiles, incluida la cifra más alta de muertes de niños y niñas. No hay ninguna parte del país que pueda considerarse razonablemente segura. Pese a ello, muchos países persisten en una política de cruel indiferencia hacia la población afgana.

En julio de 2018, el ministro del Interior alemán aplaudió alegremente el hecho de que, el día que cumplía 69 años, enviaba a 69 personas Afganas a su país. Uno de esos afganos se suicidó al llegar. Sin embargo, Horst Seehofer persiste en sus malas formas y este mes reiteró su amenaza de expulsar a las personas afganas restantes cuyas solicitudes de asilo han sido rechazadas.

En los últimos años, aquellos que tradicionalmente defendían los derechos de las personas refugiadas han abandonado sus compromisos. Hemos presenciado el cruel trato que Australia inflige a personas desesperadas en centros de detención fuera de su territorio, en Nauru y la isla de Manus. Los líderes europeos xenófobos hacen orgullosamente campaña en plataformas que piden la expulsión de las personas refugiadas.

Ahora existe la oportunidad de que países como Pakistán —que alberga el grueso de la población refugiada del mundo— muestren su liderazgo y exijan a la comunidad internacional que cumpla con su responsabilidad. Pakistán puede detener las devoluciones, brindar una solución humana y ganarse el reconocimiento por su papel como país anfitrión. La comunidad internacional puede desempeñar un papel compartiendo la carga, apoyando no sólo a las personas refugiadas sino también a las comunidades que las acogen.

El primer ministro Imran Khan estuvo cerca de mostrar ese liderazgo el año pasado, cuando declaró que a las personas refugiadas debería otorgárseles la ciudadanía: algo que es un derecho legal para las personas nacidas en Pakistán. El anuncio supuso una bienvenida ruptura con la sombría historia de utilizar a la población refugiada afgana como herramienta política en disputas transfronterizas. Por desgracia, la propuesta se retiró.

Lo que puede ser un firme primer paso para devolver la dignidad a estas personas refugiadas es una propuesta alternativa de emitir visados temporales. Esto permitiría a las personas afganas trabajar formalmente, y les otorgaría reconocimiento legal por su papel decisivo en las economías locales. Les permitiría escolarizar a sus hijos e hijas y abrir cuentas bancarias. Les quitaría el miedo constante a la deportación inminente.

En un momento en que Pakistán está tratando de contribuir a los esfuerzos de paz en Afganistán, hay poco que perder. Es una oportunidad no sólo de honrar los últimos 40 años, sino de dar ejemplo al resto del mundo. Si lo hace, Pakistán podrá decir con confianza que ha cumplido su parte, que ha hecho más que el resto: que, en lugar de abandonar a las personas refugiadas, ha optado por darles hogares.