Viernes, 22 de noviembre, 2019
Hernandez, Jhosgreisy

Las zonas mineras ubicadas en el sur del estado Bolívar se han caracterizado por la violencia. Si bien la mayoría del país desconocía lo que ocurría en esas zonas, la tristemente célebre “masacre de Tumeremo” visibilizó la actuación de los diversos grupos de poder que hacen vida en dichos territorios, el uso indiscriminado de armas y la ausencia de controles efectivos por parte del Estado


Por: Jáckeline Fernández

El Arco Minero del Orinoco fue creado oficialmente el 24 de febrero de 2016 como Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco. Abarca un área de 111 843,70 km², es decir 12,2% del territorio venezolano; duplicando a la Faja Petrolífera del Orinoco. Varias organizaciones de derechos humanos, como el Programa de Educación Acción en Derechos Humanos (PROVEA), ha manifestado su rechazo a este proyecto debido a que viola el derecho a la consulta previa, libre e informada, a la inexistencia de un estudio de impacto ambiental, así como por la deuda que el Estado tiene con los pueblos originarios en materia de demarcación de los territorios.

A lo anterior se le suma la militarización de los territorios indígenas y la violación con el decreto del Arco Minero, al derecho al trabajo, ya que el gobierno se reserva las formas de contratación.

Las zonas mineras ubicadas en el sur del estado Bolívar se han caracterizado por la violencia. Si bien la mayoría del país desconocía lo que ocurría en esas zonas, la tristemente célebre “masacre de Tumeremo” visibilizó la actuación de los diversos grupos de poder que hacen vida en dichos territorios, el uso indiscriminado de armas y la ausencia de controles efectivos por parte del Estado. Todos estos elementos se han venido manifestando ahora en otras ciudades del estado Bolívar. Y sus consecuencias se manifiestan de forma diferenciada.

La minería posee características muy marcadas de corte patriarcal y machista, donde las mujeres asumen roles bien específicos: cocineras, prostitutas o parejas de los mineros. En todos ellos, la violencia de género está presente, debido a que son espacios donde la ley es aquello que determina el grupo de control.

Cuando empezaron a aparecer cuerpos de mujeres envueltos en bolsas plásticas en la vía Upata, se atribuyeron los femicidios a su relación con grupos de poder. Algunas voces señalaron que “habían hablado de más”. Lo cierto es que esas mujeres fueron asesinadas porque un grupo de hombres asumió que su poder sobre ellas les daba derecho de tomar sus vidas. Esos femicidios nunca fueron esclarecidos. Es notable que los femicidios pasivos han venido incrementándose en el estado Bolívar, en la misma medida que la actividad minera se ha ido transformando en casi la única actividad económica para la mayoría de su población. Lo mismo ha ocurrido con la violencia sexual.

Los femicidios pasivos son aquellos ocurridos por abortos inseguros o clandestinos, mortalidad materna, prácticas dañinas (mutilación genital); vinculadas con el tráfico y trata de seres humanos, por la acción u omisión deliberadas por funcionarios públicos o agentes estatales y por las acciones de grupos delictivos o violencia armada generalizada.

Cuando leemos las reseñas de los medios de comunicación, los móviles manejados por los cuerpos de investigación apuntan hacia “venganza o presunto intento de robo”. Pero estas causas son absolutamente distintas entre sí y requieren un proceso de investigación diferenciado y con enfoque de género. Lo cual no ocurre. De allí la opacidad en cuanto a los datos que pudieran permitirnos comprender el fenómeno de la violencia de género en un contexto como el actual. Más aún, la ausencia de mecanismos que permitan levantar datos oficiales sobre las manifestaciones de violencia que afectan a niñas, adolescentes y mujeres en el contexto minero, incumplen los compromisos suscritos por el Estado y atentan contra la posibilidad de diseñar políticas públicas destinadas a erradicar las causas subyacentes de este tipo de violencia.

Las niñas y adolescentes que deben movilizarse hacia las zonas mineras, ya sea solas o acompañadas por familiares, se ven expuestas a una realidad signada por el machismo y el ejercicio de un poder que se afirma a través del sometimiento de otros, usando la violencia y el miedo como instrumentos.

Si la violencia contra la mujer sigue considerándose un asunto “privado” en ciertos espacios, al trasladarse a zonas mineras no se trata solo de una manifestación normalizada entre parejas, sino de un privilegio asociado al ejercicio del liderazgo temporal de quien tiene las armas. La ONU ha señalado que cuando la violencia armada es generalizada, la violencia de género se incrementa. Porque las armas también son un privilegio de los hombres. Las condiciones sanitarias de las zonas mineras son otro elemento de riesgo para las mujeres. La mayoría de estos campamentos se circunscriben a tiendas hechas con palos de madera y bolsas negras.

No hay acceso a agua potable ni espacios seguros para la higiene del cuerpo. Las mujeres son expuestas a la violencia sexual de manera cotidiana. Normalizada de esta forma, la explotación sexual y la prostitución forzada son manifestaciones rutinarias asumidas como parte del precio a pagar por la subsistencia.

La cultura de la violencia imperante en las zonas mineras se ha trasladado a la ciudad. Y todas sus expresiones de poder y subyugación desarrolladas y aceptadas por el Estado y la sociedad, han comenzado a afectar nuevos espacios, impulsadas por la ausencia de políticas de desarrollo, el colapso de la industria del hierro y la emergencia humanitaria compleja. Bolívar es una mina… pero no de oro.

Mujeres víctimas más allá de las minas 

En agosto de 2014 una joven fue asesinada en un terreno baldío de una urbanización llamada Villa Betania, en Puerto Ordaz. Ocurrió en la madrugada, y frente a su pequeña hija, después de ser “ruleteada” por varios sectores de la ciudad por sus victimarios, presuntamente para buscar el dinero que su pareja, asesinado meses antes, tenía guardado. Unos meses antes, los cuerpos de tres jóvenes fueron hallados con signos de tortura, en la vía Upata, envueltos en bolsas plásticas. En cada uno de esos casos la opinión de la gente produjo una inmensa zozobra: ellas se lo buscaron, andaban con hombres equivocados, nadie las manda…

Todas esas muchachas (ninguna era mayor de 30 años) habían mantenido relaciones sentimentales con hombres asociados a grupos delincuenciales. Todas habían sido asesinadas por esa relación, como un acto de venganza de grupos rivales.

Esos femicidios perturbaron mi conciencia y me hicieron ver un lado de la violencia armada que solo conocía por las terribles historias de países como México, Colombia, Guatemala y El Salvador. Sabía que las cosas estaban cambiando, que en este estado donde se construyó la más importante ciudad planificada del país, considerado un polo de desarrollo preponderante, se habían abierto grietas profundas que estaban permitiendo emerger un modo inédito de violencia. Pero las mujeres seguían siendo víctimas silentes, no solo de quienes eran sus victimarios directos, sino también de la indiferencia de la sociedad. Porque no son tantas, porque eso de “femicidio” aún no lo digiere ni siquiera las mismas autoridades que deben hacer cumplir las leyes, porque en otros países hay más mujeres muertas…

Y me sentía impotente, porque para mí una vida vale tanto como mil vidas. Porque una mujer muerta no es solo ella: también son sus hijos e hijas, si los tiene. Pensaba en Atlimar, la joven asesinada frente a su hija, y apenas podía imaginar la increíble angustia que debió sentir cuando supo que perdería la vida ante los ojos de la niña, y que ella quedaría sola en manos de los asesinos de su madre. ¿Quién le borraría de la memoria esa imagen?

La violencia debe alcanzar niveles de pandemia para que las mujeres comiencen a ser víctimas recurrentes, y eso está ocurriendo ahora mismo en Bolívar. Las masacres en las zonas mineras - de las que se sabe, porque la violencia silencia muchas-, son apenas un esbozo del escenario que recorren miles de niñas, adolescentes y mujeres en procura de tener una vida normal. Las características de este estado son distintas, debido primordialmente a las actividades mineras y todos los tipos de violencia derivadas de la ausencia de control, el fracaso de las políticas públicas en materia de seguridad y la normalización de la violencia en este contexto de emergencia humanitaria compleja. Y en un contexto como este, urge que entendamos la necesidad de obviar números y privilegiar vidas. Una vida no es un número, sino miles de números, miles de sumas y restas, de multiplicaciones y fracciones, de ecuaciones que transforman otras vidas, que construyen espacios, que transforman el mundo. La violencia armada tiene un mayor porcentaje de víctimas masculinas, de jóvenes que se convierten en datos alarmantes. Y esa alarma parece minimizar otras. Pero están allí, a veces escondidas en noticias sobre otros casos, a veces solo comentadas en los buses o bodegas. Porque no tienen esa característica necesaria para convertirse en noticia: no son muchas.

Tal vez para quienes necesiten cantidades para justificar sus actos, 54 mujeres asesinadas en un año, 42 de ellas por causas asociadas a grupos mafiosos, delincuenciales o acciones de funcionarios del Estado, no sean suficientes. Pero yo recuerdo sus nombres, o el hecho de que no fueron identificadas. Recuerdo a Marisol, Liskeydi, Yenitza, Angela, Atlimar, Zoraida, Rosa, Yolianny, Rebeca, Yangeliz, Andrelis…halladas bajo un puente, en las vías, en una carretera, en el rio… Y no puedo dejar de escribir, de hablar, de sentir que debemos asumir una postura más clara sobre un monstruo que crece bajo la sombra de la indiferencia. Por eso en cada espacio en el cual tengo la oportunidad, las menciono, las recuerdo. Ellas son las memorias que estoy guardando de este periodo triste de nuestra historia, las que me dicen que el silencio es cómplice de la injusticia.

¡No pienso callarme!